Terminamos pronto de comer. Queriendo aprovechar la luz de la tarde, salimos hacia nuestro destino en medio de una jornada límpida y fría. Esta vez el desierto lucía entre amarillo y gris, los colores del invierno. Se vía todo bastante desolado, a diferencia de otras épocas en las que su exhuberancia contrasta con el nombre desierto. Llegamos al pueblo por un camino lateral. Quedamos prácticamente empanizados luego de atravesar la fina capa de polvo que cubre al lugar. Una planta, una botella de vino, un abrazo. Unas mecedoras en el patio, junto a la banca de la iglesia que se encuentra a la sombra de la higuera. Una agradable conversación y las horas se deslizaban, los contornos de las cosas se difuminaban y un tono carmesí iluminaba el muro del oeste. Las perras Canica y Luna, así como Ladrón el gato, rondaban entre las piernas y se dedicaban de vez en cuando a chuparme los dedos de los pies, ante el enojo de su dueña. Salimos a caminar entre las casas, atravesamos la vía del tren y nos refugiamos en la conversación que une a dos amigas desde hace tiempo. Hablamos de la vida, del amor y el desamor y de tantas cosas que necesitan un hueco y refugio donde ser guardadas, escuchadas y asimiladas para poder seguir adelante y que no llegue el impulso demencial de arrancarse los cabellos y correr hacia la nada. Regresamos a la casa, a planear la cena. Luego subimos a la camioneta y despegamos hacia la cantina de don Toño. Se trata de un pequeña y escuálida habitación, con dos bolsas de papitas en un anaquel semivacío, donde descansan solitarias unas latas de atún cubiertas de polvo y unas galletas saladas con la envoltura desteñida. Hay una barra semicircular detrás de la cual ve pasar el mundo el señor Toño. Una televisión desvencijada transmite la telenovela del momento. La conversación gira en torno al cine, a las películas clonadas que se consiguen en Matehuala, de cine no hollywoodiano. Hablámos de Inspector Closeau, de Kurosawa, de Fellini, de Klaus Kinski y fuimos hacia el cine español. Allí comencé a platicar Mar Adentro, del director Amenábar. Uno de los parroquianos habló de la historia de su amigo a quien le detectaron tumor cerebral a los 39 años. Diagnóstico fatal. Fue operado pero quedó en coma irreversible y fue desconectado, previa instrucción por sus familiares. Así que el tema era controversial. En esas estábamos cuando un hombre alto, con unos ojos perturbadoramente verdes y en completo estado de ebriedad se asomó por la ventanita del expendio para comprar cerveza y cigarros. Nos preguntó en modo brusco nuestro origen. Resultó que estábamos hablando con un sobreviviente del maremoto de St Martin. Vivía en la isla trabajando como traductor cuando inesperadamente, como suele suceder con la madre naturaleza cuando se enfurece, llegó una enorme ola arrasando todo a su paso. El sujeto alcanzó a sostenerse de unos hierros en la pared del cuarto donde se encontraba. El nivel del agua subió a lentamente en pocos segundos y solo su cara quedó fuera de ella. Logró sobrevivir y aquí estaba, en el desierto, contando su historia. Nos invitó a la fiesta, gran pachanga en Ranchito de Coronados. Vámonos al baile, dijo. Pero no, preferimos la noche estrellada y las lentejas con pasta. Y entre tantos alucines internacionales, caímos en el argumento del ejido de Catorce y las willis de antes, que solo podían transportar al máximo unas ocho personas, no como las de ahora que llevan hasta treinta. Y de allí pasamos al tema de los hijos y sus pininos en el mundo del amor, de las novias, de la emoción que recorre las entrañas, de los sueños húmedos y esos inconvenientes granitos en la cara el día de la cita. El frio atenazaba los huesos y decidimos volver al calor del hogar. La cena estuvo deliciosa, los niños, cansados ya de tanto jugar, querían volver a casa. Emprendimos el regreso en medio de la noche. Las estrellas vibrando allá en lo alto. Las únicas luces eran las de los trenes que cual espectros en la madrugada, avanzaban irremisiblemente hacia el destino que les aguardaba, así como nosotros, cuando atravesamos la vía y fuimos dejando atrás ese mundo surreal.