sábado, 14 de febrero de 2009

Que sea infinito

Alba helada. El despertador sonó y en la bruma del sueño, asomé la nariz por debajo del edredón. Frio intenso en la habitación. La noche anterior había estado bebiendo oporto, sentada escribiendo, así que la cabeza no se me terminaba de despejar. Levanté a los niños para ir a la escuela. El más grande, que ya tiene novia, se puso un arete, una arracada, pero se le infectó la oreja, así que hube de prestarle primeros auxilios. La pequeña, somnolienta se negaba a levantarse de la cama. Despacito se fue acomodando la mañana. Antes de salir, ella me pidió que le pusiera una canción: “Here comes the sun” de The Beatles. Y aunque el aliento se congelaba al aflorar de la boca, el sol efectivamente comenzaba a calentar. De regreso en el lecho, se me ocurrió que los rayos solares en una mañana como ésta se parecen al amor, a la sensación del amor en las personas. Ese calorcito que aviva las manos entumecidas, esa maravillosa conmoción de ver la luz cuando acabas de atravesar una zona de oscuridad. Se acerca el día de San Valentín, el día del amor y la amistad, esa fecha inventada por la mercadotecnia para vender más, para que la gente corra enloquecida a las vitrinas a comprar corazones de chocolate, rosas rojas, ositos encerrados en globos con un letrero de “Eres especial”, tazas decoradas con cupidos con el mango en forma de corazón, camisetas rojas, portarretratos, conejos de peluche vestidos de mariachis rojos, sábanas con corazoncitos, condones rojos. Y qué decir de la música de los altoparlantes que los comerciantes ponen en las calles con canciones como Mujeres, Contigo Aprendí, Miel y Rosas. Demuéstraselo, dice la publicidad, ahora es el momento. Es febrero, mes del amor. Por favor ¿De qué sirve llevarle a esa mujer un enorme ramo de rosas y un costoso diamante si el resto del año va a comportarse como un patán? ¿O despertarlo con un beso para después reclamarle su carencia de romanticismo? Me puse a reflexionar acerca del amor que me rodea, de cuánto amor hay en mi vida, qué privilegio. El amor nos vuelve niños, lo lúdico se apodera nosotros, somos capaces de guiñarle un ojo a la adversidad, de cantarle a las nubes y hacer travesuras. El resto del mundo se puede caer, cae, se desmorona, pero con el amor, esa poderosa fuente de transformación, nada importa, más que estar ahí, viviendo ese momento mágico y experimentándolo hasta en las uñas de los pies. Me viene a la mente una frase que el anfitrión del Nido del Tecolote tiene en su biblioteca: “El amor… que no sea inmortal puesto que es llama, pero que sea infinito… mientras dure”. Fuente inagotable: nuestra enorme, inconmensurable capacidad de amar. El amor materno, fraterno, sensual, espiritual. El amor a los animales, a las plantas, a uno mismo. No hay límites. Pero no me quieran venir a decir cómo tengo que amar, o que compre esos chocolates para demostrarle que aguanto su aliento por las mañanas, o que deje SIEMPRE la pasta de dientes sin tapa. Todos tenemos nuestro corazoncito. Prefiero pensar en el mío como un órgano intenso, salvaje, al que le gusta correr desbocado por las praderas soleadas del amor y a veces, cuando no queda más opción, por los pantanos de gris melancolía del desamor. Pero moviéndose, transformándose para crecer, para experimentar intensamente las vivencias, para conocer fronteras, explorar límites y no dejar de lado la alegría, que es la compañera más cercana que tiene la poderosa fuerza de atracción. Lástima que hoy amanecí tan solita. Ni modo. Quién sabe de dónde se me sale un poquito de tristeza, tal vez sea la luna que mengua. Alcanzo a ver por un pequeño resquicio entre la cortina y la ventana, un retazo de cielo. El sol brilla fuerte, parece que va a ser una jornada estupenda.