sábado, 25 de abril de 2009

Temazcal

Nos tocó un jeep con asiento en el techo. Parecía una sala de reinas allá arriba. Bajamos por la Cuesta de los Arrepentidos, riendo y dejando que el viento nos despeinara las ideas. Éramos la avanzada de un grupo de mujeres. El plan, reunirnos en un punto del desierto para hacer un temazcal. Las demás todavía no terminaban de trabajar, así que nosotras, las tres del sillón, nos habíamos adelantado. Llegamos a Estación Catorce y de allí Leonardo nos llevó a Wadley. Don Juan no estaba, ya se había ido a preparar todo. Así que, luego de una visita a la tiendita por cervezas, nos dirigimos al lugar. Cómo no había llovido aún, el camino estaba tan lleno de polvo que cuando llegamos teníamos el cabello gris. Nos instalamos en una de las cabañas, recorrimos el lugar, conocimos a los encargados y luego nos fuimos a la alberca. Es un paisaje particular, una piscina semivacía en el medio del desierto. Eso sí, pintada de turquesa y con palapas en torno. Pasamos el resto de la tarde tomando baños de sol y carcajeándonos de todo. En eso, vimos una nube de polvo aproximándose por el camino, eran las demás. El fuego había estado prendido desde hacía horas, así que nos avisó doña Teodora que el temazcal estaba listo. Se trata de un temazcal no ritual, es decir que no sigue una tradición específica sino que es únicamente como una sauna. Entramos al recinto de adobe, comenzaron a traer las piedras calientes. Mientras tanto, la señora sentada en una silla nos pasó unas pencas de sábila para untarnos en el cuerpo. Éramos nueve mujeres. En la oscuridad nos quitamos la ropa y nos cubrimos de esa maravillosa planta. Teodora rociaba las piedras con agua. Poco a poco el vapor fue inundando el espacio. Tomamos un rico te de hierbas, entonamos mantras y cantos de diferentes partes del mundo, hablamos, hicimos nuestros rezos, pedimos por los niños del planeta y por la gente enferma, por los ancianos, las plantas y los animales. Por mi parte, sentía en la piel la vibración de la música y en los huesos una tibieza que venía necesitando desde hacía tiempo.
Fue relajante y apaciguador. Estar adentro de ese recinto es como regresar al vientre materno, como volver a la esencia de uno y sentirse dentro de la célula primigenia, del ADN universal. Al salir, el sol se estaba ocultando y soplaba ese viento frío que siempre asombra en el altiplano luego de una jornada de intenso calor. La piel estaba caliente y al contacto con el aire los poros se contrajeron. Qué sensación tan poco agradable, esa de salir del huevo para enfrentar la cruel realidad. Entonces corrimos a donde se encuentra una pequeña tina y don Juan prendió el mecanismo. De un tubo muy ancho, comenzó a salir agua caliente, maravillosa, fuerte, renovadora. Cómo niñas nos pusimos a juguetear entre las burbujas. Mientras, a nuestro alrededor el desierto se teñía de dorado y el disco del sol en el horizonte nos llenaba los ojos de un rojizo y misterioso resplandor.
Cuando salimos, ya la oscuridad se cernía entre los cactus. Fuimos a cambiar nuestras ropas. Compartimos aceites, esencias, risas y masajes. La armonía del ambiente no dejaba lugar a dudas: estábamos todas conectadas en una frecuencia femenina, humana, creativa y solidaria.
Las señoras nos habían preparado un caldito de verduras, que tomamos acompañado de tortillas de maíz que ellas mismas estaban elaborando en el comal. Luego, volvimos a la cabaña. Nos arropamos y prendimos un fuego bajo las estrellas, tomamos vino compartiendo los dos únicos vasos que habíamos traído. El cielo estaba nublado allá al fondo. Por el rumbo del cerro de El Barco, destellaban los rayos de una formidable tormenta de primavera. Pero sobre nuestras cabezas, las constelaciones nos susurraban antiguos cánticos, mientras la piel seguía vibrando y agradeciendo ese lujo, ese apapacho. Dormimos como niñas pequeñas, envueltas en la tibia cobija de los muros de adobe y el techo de garrocha. Mientras me deslizaba en la bruma del sueño, tuve la sensación de que todas las mujeres antiguas, nuestras ancestrales abuelas desde el principio de todos los tiempos, nos rodeaban para envolvernos en un cálido y amoroso abrazo.