jueves, 25 de marzo de 2010

Los cinceles del misterio

Lo primero que hice al volver fue sentarme en una de las bancas de la plaza. El cielo era de un azul intenso, poderoso, como sólo en las alturas de Real puede lucir. Un viento frío aleteaba alrededor, trayendo aromas conocidos: fuego encendido, ropa recién lavada, maíz tostado, aceite de carro, alfalfa fresca, botones de rosa, frijoles hirviendo en la olla, pan horneándose, excremento de caballo... Un cachorro de color marrón con la cola y una de las patas negras, jugueteaba cerca de la fuente. Mis niños fueron a traer un café. El sol reverberaba en las baldosas de piedra. Al rato pasó un conocido, se detuvo a detallar que feo ve las cosas, quejándose de la vida, de los malos momentos, de la locura de las personas. ¿No tienes algo bonito para contar? Le pregunté. No por ahora, dijo y siguió su camino. Poco después llegó otro amigo, hablando de la prisa que tenía, que el tiempo no le alcanza para nada, que ya se tenía que ir. Abrazada a mis muchachos, observaba divertida el trajín de la gente. Los caballerangos buscando algún cliente, las empleadas de la esquina echando agua en la banqueta, Chuya colgando bufandas afuera de su tienda, Márgaro esperando algunos para llevar en su jeep a Estación Catorce, niños saliendo del jardín con sus mamás, los muchachos del camión de la basura con su cencerro, los cargadores del mini súper bajando costales, Thomas con alguna herramienta en la mano, unos mochileros llegando desde la cuesta…
El café estaba delicioso. Observando a mis dos estrellas, tan crecidas ya, me sentí orgullosa de saberlos independientes, de verlos bien plantados a pesar de la ausencia. Llenándome los ojos de este pueblo en el cual he vivido los últimos quince años, quise que lo cotidiano me envolviera como un cálido manto, pero cuando has bebido ciertas pociones, eso ya no funciona completamente. Sin embargo, una sensación de plenitud me embargaba. La verdad es que volví tan feliz, tan llena de luz, tan agradecida. Así estaba, en la ensoñación, cuando apareció alguien más. Uno de esos afectos que surgieron por causa de la poesía, sus anécdotas de París, la soledad compartida, las comidas familiares, el amor a los libros. Al verme tan contenta me llamó soberbia y un hielo cubrió los lazos de la amistad. Porque si los amigos no se alegran con tu felicidad, si los sentimientos mezquinos se anidan en ella, no puede sobrevivir, perece retorcida bajo una enredadera de falsos augurios. O tal vez no, tal vez sólo somos lijas que nos raspamos unos a otros para moldearnos, como si fuéramos esculturas de madera sagrada. ¿Qué tal si los dioses nos traen a este mundo, a estos cuerpos prestados, pero en realidad nuestro espíritu es un trozo de madera en bruto, un tronco informe que va poco a poco lijando sus contornos en base a las experiencias vividas? ¿Cómo sería tu escultura?
Otro día, fuimos con los niños a visitar a los amigos del desierto. Me gustó ver el altiplano reverdecido por el efecto de las inesperadas lluvias invernales y el despertar que trae consigo la primavera. Un fuego en la casa del psiconauta, la deliciosa paella que hizo Guillermo, la guitarra, la voz de Melina, una mujer hermosa de Neuquén (Argentina siempre presente)…el taller de derechos humanos organizado por el filósofo, las fotos de Josef Koudelka que me trajo Bladi, la charla siempre estimulantemente psicomágica de Lalo, los perros correteando a las perras en celo, la cantinita de El Indio, el atardecer. Los tonos violetas, anaranjados, pinceladas fugaces que contrastaban con los árboles de ese bosquecillo de mezquites que está a la orilla del paisaje. Ramas retorcidas, troncos de diferente grosor. Una ilusión óptica producida por el viento y el color tal vez, hacía aparecer enmarañadas entre las siluetas, la figura de muchas manos con cinceles, moldeándose entre sí, a veces con suavidad, a veces encajándose con saña. Un ocaso hermoso, de esos que son ventanas en las cuales, si te dejas llevar, puedes atisbar por escasas fracciones de segundo el resplandor dorado del misterio.

lunes, 15 de marzo de 2010

El fin del mundo

El árbol decidió viajar,
cuando logró desprenderse de la tierra,
se dio cuenta de que sus ramas eran raíces celestes.
A. Jodorowsky
Llegué a Calafate luego de un viaje extenuante. Estaba realmente cansada de tanta carretera. La Patagonia, con esa inmensidad que cabe en la palma de la mano, me estaba provocando una extraña sensación. Era como si al alejarme hacia el fin del mundo, me fuera acercando cada vez más a mirar el límite de mis propias fronteras, comprendiendo la incógnita de los primeros navegantes que se aventuraban en los inhóspitos océanos del sur. No sabían que la tierra era redonda e imaginaban que terminaba todo en un acantilado y luego los elefantes gigantes que la sostenían y luego nada. Me daba cuenta de que no importa qué tan lejos vayas, puedes llegar a Tombuctú, a la Siberia o a la Tierra del Fuego, que la complejidad y las contradicciones que te habitan se van de viaje contigo en la maleta. El hostal al que llegué me desagradó desde el principio. Pocos argentinos, música demasiado fuerte (para desayunar mejor ponme a Bach a volumen moderado, amigou, en vez del concierto de reggaetón acelerado). ¿Hispanoparlante? Espera que debo atender primero a estos europeos que llegaron después de ti. De todos modos, me fui a acostar con la mente puesta en el glaciar. Desde hace varios años quería conocer ese lugar del planeta. Al día siguiente, partí con la mochila, un pequeño almuerzo y muchas ganas de ver ese maravilloso paisaje. En el camino, un arcoíris se distinguía a lo lejos entre las montañas nevadas. Y al dar vuelta en una curva, allí apareció. El glaciar Perito Moreno, una inmensidad de hielo hasta perder la vista en el horizonte. Los tonos azules, violetas y turquesas que se forman en las grietas son increíbles, pero lo que más me sorprendió fue el ruido de los acomodamientos de las diferentes capas heladas, que te hacen notar que ese coloso está vivo, que se mueve, que allá también hay una corriente de energía vital, que así como mi querido desierto de México, aquél también es un desierto que palpita. Y de nuevo esa sensación de que al cumplir un sueño se juntan todas las felicidades en un instante que puede ser fugaz pero que perdura en la memoria y en los huesos. Estar parada allí, en ese barandal donde aún se pisa tierra firme, es una fotografía que guardo en la bitácora de imágenes que por más que alcanzo no llego nunca a tomar porque sé que no se puede acercar ni tantito a la realidad de la vivencia. En los días siguientes continué transitando el sur. Me impactaron el Fitz Roy y el Cerro de Torre, cuando me senté a la orilla de un caudaloso río a disfrutar de una jornada completamente despejada, fenómeno raro en aquellas latitudes. En mi recorrido toqué una pluma de cóndor, sentí la suave textura de la lana de los borregos, observé de nuevo las estrellas, conocí un jardín interior de plantas prohibidas, caminé entre bosques petrificados y finalmente, me di por satisfecha. Ansiaba volver a Buenos Aires, al calor húmedo del río de la Plata, a las risas y las tardes con mate, al bullicio de los trenes, a la sombra tranquila de los árboles, a las noches de milonga con faldas vaporosas y sobre todo, a calmar un poquito la mente del viento. Porque en el sur, el viento es una presencia intensa, constante, poderosa. Imposible de ignorar. Muchas veces digo que es importante despeinarse las ideas, pero este exceso ya me estaba afectando demasiado. Allá los árboles no son erguidos, resisten pero están inclinados. Terminan por doblegarse a la fuerza que ulula entre sus ramas. Cuando finalmente las luces de la ciudad comenzaron a aparecer, cuando mis pies tocaron tierra, cuando golpeó mi rostro esa oleada de calor y ese aroma de agua, sentí volver a casa. ¿A casa? Más bien me invadió la certeza de que uno puede tener muchos puertos a dónde regresar, que no importa dónde naces, dónde vives, o de dónde vienes, que la patria verdadera es aquella donde habitan nuestros afectos, que los límites de la/nuestra tierra, redonda o plana que sea llegan hasta donde la quimera nos alcance, que el fin es el principio.