lunes, 29 de junio de 2009

La cinta de Moebius

Ese viejo camino de asfalto, lleno de baches, parecía llevar a ninguna parte. Avanzaba en la fresca brisa de la mañana del desierto pensando que estaba dentro de una cinta de Moebius. Seguía y seguía en movimiento pero volvía siempre al mismo lugar. O al menos esa era la realidad aparente. El calor aún no se dejaba sentir, aunque el sol ya estaba creciendo en el horizonte. Me pregunté cuántas veces en la vida nos metemos en uno de esos recorridos sin fin, en una de esas trampas de la mente. Y seguimos atorados en los pensamientos una y otra vez. En el pasado o en el futuro, sin ver que la realidad se nos difumina detrás de un vehículo que corre a tal velocidad que nos impide ver lo que hay más allá. Nuestra visión es como un tren que avanza vertiginosamente. Cuando nos acercamos un poquito más a la conciencia, la esencia, la luz interior, entonces ese tren se transforma en una vieja locomotora de vapor. La velocidad se reduce y si prestamos atención, entre cada vagón logramos ver fugazmente lo que hay del otro lado. Entonces, si seguimos la vía de la meditación, logramos detenerlo por fracciones de segundo y vislumbrar el fondo del cuadro. Eso que vemos, en ese instante, es la realidad. La cinta de Moebius se me antoja como un recorrido en el cual no puedo verla porque avanzo siempre hacia el mismo punto, hasta que algo indefinido logra romper el hechizo. Esa mañana, cual si fuera un sueño, desperté repentinamente cuando apareció ante mis ojos una capilla verde fosforescente, un conjunto de llantas viejas amontonadas en una cancha de basquetbol sin tableros. Una nopalera y un fresno gigante, escondido en una depresión del terreno ondulante. Cerro de Flores, se llamaba aquel paraje. Los niños del jardín estaban en la hora del almuerzo y una señora de sonrisa dulce le daba sopita de pasta a su hijo. Dos burros bebían agua de una vieja bañera de porcelana. Una carreta estaba estacionada junto a la reja de colores de ese kínder llamado Pro Patria. Y un poco más allá, se veía un tendedero en donde la ropa oscilaba al ritmo del viento, produciendo extraños sonidos y sombras caprichosas en la tierra resquebrajada. Los niños miraban la copa de un pino que estaba en el patio. Lanzaban gritos de júbilo al ver un pajarito de color rojo intenso jugando entre las ramas. ¿Esto es la realidad? Sí y no. No es la realidad cotidiana, si se trata de eso, pero tampoco me es ajena. Una sonrisa, un animal, una planta, el viento en la mejilla. Eso forma parte de mi mundo seguramente. Pero también vivo en el universo de la mente, del espíritu y de los sentidos; del entorno que construyo en el día a día.
Seguí avanzando y llegué a un pequeño estanque. El viento encrespaba la superficie del agua y la sombra de un gigantesco fresno se difuminaba con ese movimiento. La orilla estaba llena de renacuajos. Concentré mi atención en ese microcosmos y me di cuenta de que ellos también seguían sus propias cintas de Moebius. Sin embargo, en los animales el concepto del tiempo no existe, ellos viven el aquí y ahora, no son esclavos de los pensamientos. Si todos somos uno, si la fuerza vital que nos conecta y entrelaza es la misma para todos, hay mucho que aprender de su ejemplo y su comportamiento. Entré al agua con lo que llevaba puesto. Refrescarse en una mañana de verano como esta, es sin duda un privilegio.
Al salir, seguí camino. La cinta de Moebius ondulaba hacia el horizonte. Me detuve a la sombra de un pirul, saqué el termo y cebé unos mates. Alrededor, la vida palpitaba, al ritmo de mi propio corazón.