viernes, 14 de agosto de 2009

El viaje de los colores

Y el final de todas nuestras exploraciones será llegar al lugar donde comenzamos y conocerlo por primera vez.
T.S. Elliot

He regresado luego de un largo trayecto. Quise llenar mis ojos de color. Entonces tomé la camioneta, la guitarra, la cámara y un par de libros, la bolsa de dormir y el colchoncito. Sin brújula, simplemente conseguí un mapa y al principio pensé jugar a la ouija, pero con los ojos cerrados. Desistí ¿qué tal si mi dedo apuntaba a Real de Catorce? Así que opté por otro sistema. Cada mañana escogía dos destinos y echaba una moneda al aire. Así me fui recorriendo este hermoso país y de alguna manera reconciliándome con él. En esos mundos quise ser una página en blanco donde escribir una historia nueva, donde trazar en las geografías de lo desconocido, otros caminos, abrir senderos con una pluma dorada y un cristal, ver el cosmos con otros ojos. Y se llenaron del verde de las montañas de las sierras madres, que es un verde lleno de sutilezas. Verde agua, verde selva, verde pino, verde hierba. También llené mis pupilas de anaranjados amaneceres y niños tirados fuera de los bares, de tráfico y locales neón, de luces parpadeantes anunciando diversiones, de frialdad, del reflejo de las farolas en una rata de alcantarilla que olisqueaba cuerpos tirados en un puerto. El mar embravecido lanzaba destellos de blancura allí donde se encrespaban las olas con el juguetear del viento. Y la transparencia, esa también se hizo presente en la cima de las montañas, en ese acantilado desde el cual se distinguía el horizonte infinito. Sol y lluvia. Compañía y soledad. Uno de esos días, caminando en una extensa pradera del centro del país, llené mis ojos de gris, diversas tonalidades en la lluvia que anunciaba una tormenta de verano, un aguacero de esos que apenas alcanza a advertirse cuando ya está aquí, sacudiéndonos las ideas. Y allí, en medio de un sendero sombreado de eucaliptos, un charco de lodo me atrajo. Metí los pies en esa cálida caricia, se tiñeron entonces de negro, al tiempo que una danza suave mandaba a mis sentidos el erotismo de esa envoltura natural. La tormenta pasó y ese caldo primigenio fue disolviéndose en la tibieza de la nostalgia. Arcoíris surgiendo entre las estribaciones de una majestuosa cadena de montañas amarillas. También el ocre del ocaso me pintó las pupilas y el púrpura de las flores y el dorado resplandor de los muros internos de una vieja capilla; el rojo oscuro de la sangre que manaba por las heridas. Pero de todos esos colores, el que más llenó mi alma y mi espíritu de riqueza fue el azul. No azul cielo, no azul océano, ni aguamarina sino el turquesa de la gruta primigenia, y la llamo así porque fue allí donde volví a nacer, donde las plumas de mis alitas comenzaron con un casi imperceptible movimiento a despertar a la vida. En ese lugar todo era calidez, vapor, humedad. Para entrar en esa oscura y profunda caverna, debes atravesar un túnel turquesa, que es como el canal del parto pero al revés, o tal vez es el canal de la muerte, del regreso a la gruta que es lo mismo, al útero primordial, al centro de las cosas, donde todo es nada y nada es la vastedad del universo. Y allí, pequeños haces de luz iluminaban y daban vida al maravilloso aposento donde estrellas incrustadas en los muros se confundían con los extraños reflejos de esas luces provenientes de pequeñas perforaciones en el techo. Volví a sentir mi alma niña. Dejé que mi cuerpo retozara entre las esferas que flotaban en el vapor, mientras un dulce aroma envolvía mis sentidos. En ese lugar los ojos se me llenaron de maravilla.
He despertado de un largo sueño, sólo para descubrir que hace frio aquí afuera, que uno quisiera permanecer siempre en la gruta azul y abandonarse a la calidez y dejarse envolver por la ternura. Basta un cerillo para desaparecer las más profundas tinieblas, una pequeña llama que arde dentro de la carne, los huesos, las arterias y la materia. La duda mata la magia, y la duda no es otra cosa que el miedo y el miedo es sufrimiento y el sufrimiento es resistencia, porque el espejo verdadero nos enseña lo que no queremos mirar. Hay que tener entereza y evitar la fragmentación, sino, las heridas nunca cierran y la oscuridad nos impide ver los maravillosos colores que son parte del privilegio que nos acompaña desde que salimos de la gruta. Todos tenemos algo que curar en el interior. Si logramos encender el cerrillo, entonces tal vez todas esas llamas juntas consigan iluminar lo trascendente para hacerlo valer, para hacerlo crecer. Todas y cada una de las personas que encontré en el viaje han sido fuerza vital. Y me ayudaron a ver colores desconocidos y me dieron cobijo y amor. También severas lecciones y duras pruebas. Reflejos de la búsqueda interior de cada uno. Sé que algún día me tocará volver a la gruta. Por el momento, he regresado al lugar de donde partí. El fin es el principio.