viernes, 26 de febrero de 2010

Cartas desde el sur...Patagonia

No dejaremos huella,
sólo polvo de estrellas.Drexler
Uno de los objetivos de esta marcha por la Argentina, era llegar al sur, sur. Al fin del mundo. Para hacerlo más divertido, se me ocurrió ir por vía terrestre. Así que salimos una tarde de Buenos Aires, Emma y yo, ya que ella viajaba hacia ese rumbo también. El micro era una maravilla, asientos de piel, vino con la cena, películas buenas y hasta algo chistosísimo, una partida de bingo. En la llanura interminable que es la Patagonia, vimos ñandúes, guanacos, aves. Anhelaba conocer la Cruz del Sur y ver las estrellas desde este rincón del mundo. ¿Qué hay en una estrella? Nosotros mismos. Todos los elementos de nuestro cuerpo y del planeta estuvieron en las entrañas de una estrella. “Cántico cósmico”
El viajecito duró casi veinte horas, así que llegamos a Puerto Madryn un poco cansadas. La ciudad es pequeña, mucho más de lo que pensábamos. Nos dirigimos al Hi Patagonia, un hostel que resultó ser de lo más acogedor. Nos recibió Vicente, con sus dulces ojos claros, nos ofreció un té y nos mostró unos mapas. Una vez instaladas, se presentó Patrick un hombre de la isla de Malta; nunca había conocido a alguien de ahí. Y fue cayendo gente al baile, como dirían acá. Javier, un criador de caballos de Mercedes, llámese localidad de la provincia de Buenos Aires y su encantadora familia. Al ratito llegó Gastón, el dueño, con Ryan un niño simplemente divino. La pasamos tan bien, como si fuéramos una familia. Buscando hacer turismo un poco diferente, salimos Emma y yo al día siguiente hacia Punta Loma, un refugio de fauna ubicado a 17 kilómetros. Queríamos ante todo ver a los lobos marinos, otro de los objetivos del viaje a Madryn. Íbamos en bicis de montaña. Con dos litros de agua cada una, fruta, empanadas. Nos colocamos unos turbantes pues el sol era abrasador y el viento alucinante. Llegamos a la playa, vimos un grupo de unos treinta animales hermosos, durmiendo algunos y retozando otros entre las rocas. En el hueco de una sombra nos acostamos a descansar. Ahí pasamos un rato delicioso, contando chistes. Le dije a mi amiga, así como los indios nativos americanos afirmaban antes de irse a la guerra Hoy es buen día para morir, porque si tenemos que hacer de regreso los 17 kilómetros, nos vamos a morir de verdad. Mejor que te parece si le pedimos al universo que nos mande una camioneta de doble cabina, con pick up para las bicicletas y aire acondicionado. Ayúdame, vamos a solicitarlo: Universo, por favor, socorre a estas dos muchachas locas. Y hete aquí que a los veinte minutos llegó una camioneta así como la pedimos. Una familia encantadora nos llevó sanitas a Puerto Madryn, hasta nos dio la tarde para un chapuzón en el agua helada de la costa. Todavía riendo llegamos al Hi Patagonia, justo a tiempo para unos mates, una ducha y luego, a comer asado. Deliciosa carne, deliciosas ensaladas y vinos y sobre todo, una deliciosa compañía. Porque en esa mesa había aproximadamente unas quince personas de diferentes partes del planeta, conviviendo en armonía. Para el siguiente día la idea fue rentar un auto y salir a ver pingüinos y elefantes marinos. Pero ni Emma ni yo teníamos licencia de manejo ni tarjeta de crédito, así que de nuevo le pedimos al universo nos mandara a alguien y se los juro, luego de diez minutos llegó un italiano, Vito, que resultó vive a tres cuadras de la casa de mi amiga en Londres y aceptó hacer el trámite de alquiler. Se nos unieron otros dos, Sam y George, así que temprano por la mañana nos fuimos de excursión. Luego de tres horas de carretera, una carretera difícil, resbalosa, llegamos por fin. Un elefante marino resoplaba gustoso entre las piedras. Emma dijo, hemos viajado tantas horas para venir a encontrar a “Big Mamma”. Qué risa que me dio. Que naturaleza, que cielo, que sensación de plenitud al girar 360 grados y no ver ni siquiera una pequeña colina. Sólo llanura y acantilados llenos de vida. A los pocos días Emma y yo dividimos nuestros caminos. Ella se fue ver delfines y a conocer Gaiman, una comunidad de origen galés donde seguramente encontró personas con su apellido. Compré el boleto de autobús rumbo a Río Gallegos. El vehículo venía retrasado y un viento espeso se alzó mientras el sol de la tarde daba de lleno en la estación. Estaban pronosticados vientos fuertes, pero nunca imaginé que de esa magnitud. Finalmente llegó el micro. El asiento de al lado estaba vacío, me dio un poquitín de nostalgia de mi amiga, con quien pasamos momentos divertidísimos. Ojalá que me toque alguna persona agradable en este asiento, pensé. Luego de un recorrido de dos horas, nos detuvimos en una ciudad, tal vez Comodoro Rivadavia. Allí se subió alguien junto a mí… Alguien que me mostró las constelaciones en un estrellado y cristalino cielo, que me enseñó por primera vez la Cruz del Sur... Gracias universo...

domingo, 21 de febrero de 2010

Cartas desde el sur...San Telmo

Dejar de avergonzarse de uno mismo,
es la señal de la libertad realizada. Nietszche.
Marchaba un domingo hacia San Telmo. Subí a un colectivo y no había nadie. El conductor me hizo bajar en la calle Chacabuco y avenida San Juan y caminar hasta Defensa. Luego, a la plaza de San Pedro. Iba pensando en la inmortalidad del cangrejo, silbando entre dientes, buceando en el sentido que le da a la vida ser un testigo de realidades. Lloviznaba. Conforme avanzaba hacia la plaza, se escuchaba una guitarra. Eran las notas del Concierto de Aranjuez de Joaquin Rodrigo. Una interpretación maravillosa. Qué buen guitarrista Gustavo Margulies. Entre la multitud, cerré los ojos para deleitarme al cien con el idioma universal de la música. La feria de San Pedro Telmo, el mercado de antigüedades más importante de América Latina, a decir de algunos. Allí encuentras cubiertos, hormas de zapatos, candados, campanas, boleadoras, joyas, platos. Estampas de Maradona, del Che Guevara, Fangio, Perón, Sandro. Libros, fotografías, pinturas, tapices, cofres, bolsas, pieles de animales, juegos de té, anillos, relojes, cuadros, fotografías. Bastones cuya empuñadura, elaborada con las más finas maderas y marfiles, cuentan con escondites para las dagas, las pastillas, los dados, las fotitos porno y demás artilugios que usaban los caballeros en esa época en que el bastón era pieza infaltable en la vestimenta de los Dandys. Siguiendo me encontré un metrónomo francés del siglo XVIII, peinetas, botellitas de refresco, de soda, abanicos, candelabros, frascos de botica…aquí me detuve a leer las etiquetas: almidón, ácido pírico, hiposulfito de calcio, azufre lavado, benzoato de benzilo, agua de botot (me recuerda a Juli de chiquito), terpina hidratada, glicerina boricada, azul de metilenio. Envases encantadores de color ámbar. Dedales, pastilleros, muñecas, guantes. Me paré un momento junto a un señor sentado, un poco amargado, medio mamón. En eso llegó un ladronzuelo a venderle una bombilla y tras un regateo despiadado, el pobrecito se fue con la cola entre las piernas. En un puesto de periódicos me regalaron una pluma a cambio de una sonrisa. En una esquina escuché a la orquesta El Afronte, que toca tango en la Maldita y Bendita Milonga. Conocí algunos artesanos. Liliana, que hace mates con grabados, la paraguaya Noemi con sus bolsas y Guillermo que trabaja la famosa piedra rosada de argentina, rodocrosita. Comenzó a llover más fuerte. Los muchachos cubrieron sus puestos con plásticos. La gente se apoyaba en los edificios esperando que pasara la lluvia. Un hombre pintado de cobre, de esos que se quedan como estatuas, estaba en un zaguán comiendo sánguche de jamon crudo. Yo tenía que hacer pipí. Así que me fui al Mercado de San Telmo, que fuera inaugurado en 1897. En el interior del sanitario, había pegado en la pared el cartel de una vieja película La guerra del cerdo. Recorriendo esa fantástica estructura de metal, llegué a los puestos de fruta. Compré un puñado de cerezas. Iba de nuevo muy soñadora, esta vez entonando Mándame una postal de San Telmo, adiós cuídate…Y ya nadie me escribe diciendo no consigo olvidarte. Una muy nostálgica canción. Mientras cantaba, combinaba la melodía con el sonido de las cerezas al reventar en la boca, con su maravilloso sabor, y su jugoso deleite rojo. Caray, esa fruta despertaba ecos en el vaivén de mis pasos… Siempre en el mercado, encontré una tienda que hubiera vaciado para una colección de cámaras fotográficas y exposímetros viejos. Marcas como Sekonic, Actino, Rolleiflex, Traveler, Leica, Ofo, Voigtlander. En medio de las vitrinas, un letrero que decía: Este local está rigurosamente vigilado por el señor de enfrente. Al salir, por fin un tímido rayo de sol y una humedad sofocante pero agradable de todos modos. La calle hervía de gente otra vez. Llegué a un puesto donde vendían playeras con inscripciones, mi favorita: Antes muerta que sencilla, hecha por Naty Menstrual, un travesti famoso en San Telmo, quien escribe diferentes columnas en revistas culturales y escandaliza a algunos sectores de la capital. Pelo rubio, ceja depilada, vestido azul, tacón, perfume. Un vozarrón intenso, una mirada descarada. Fue una plática de lo más estimulante. Me contó, tal vez parte del argumento de su novela Continuadísimo, que tiene un hermano gemelo que es cura. Que le gusta vestirse de mujer pero que sigue siendo hombre, con todos los instintos y las hormonas que ello implica, que le gusta tocar a un amante en el torax y acariciarle a veces con la palabra. Preguntó que si los mexicanos son guapos. Aquí hay muchos, mira ese que viene ahí, el morenito ¿ya le viste los músculos? Me hizo recordar a un amigo que siempre dice: Soy Bipolar hasta las tetas. Auténtica. La charla duró bastante, nos dimos un abrazo, quedamos para un café. Seguí caminando, ya las sombras declinaban hacia esa tarde de domingo, queriendo terminar la semana. Un hombre recogía las playeras de su puesto, Que la sigan chupando, con una foto de Maradona, creo que vendió muchas, está de moda esa frase, la ves en todos lados. Me tropecé con Ale, un caricaturista excelente, escritor, contestatario y un poco esquizo, pero buena gente. Salimos a tomar una cerveza y como nuevamente tenía que hacer pipí y el baño estaba terrible, le dije… quisiera mear en el camellón de la avenida Ave Ale, allí junto a los árboles donde asoma la luna, pero me van a arrestar. Las opciones eran únicamente esas dos. Calle o local. Si lo escribo en el relato de este día, es como si lo hubiera hecho de verdad ¿no? Le pregunté. Y él me contestó, claro que no, la literatura es y no es la vida. Y me soltó una frase de su cosecha Ser o ser, sino nada. Y luego me soltó otra de Janis Joplin: Freedom is just another word for nothing left to loose. Le dije, pues ya no aguanto, me estoy orinando. Me levanté, me quedé quieta, miré hacia el camellón, hacia adelante y miré hacia el interior del local, hacia atrás, aún sin dar el primer paso. Apareció en su rostro una increíble sonrisa divertida, en el mío una de picardía y comencé a moverme.

Cartas desde el sur...el efecto alfajor

La comida en este país es simplemente sensacional. Cuando llegas a un restaurante y te dan la carta, no sabes que pedir. Hay una variedad increíble de sabores y texturas, así que es siempre una sorpresa lo que te vas a encontrar. Y los vinos… para una fanática del dios Baco como yo, es el paraíso, y me encanta provocar a los argentinos diciendo que el vino francés sigue siendo el mejor de todo el planeta. Le pregunté a unos viejitos un día que charlábamos a la sombra de unos frondosos sauces en El Tigre, cuál vino no puedo dejar de probar antes de volver a mi terruño. Las discusiones se acaloran y me encanta, es como observar un interesante juego de pelota. Las opiniones son sabrosas, estridentes. Montchenot de Bodega López, Navarro Correa, Trumpeter, Merlot de Luigi Bosca… y al final, de tan apasionados, nos embriagamos de palabras y parece que hubiéramos bebido un vino muy bueno, con cuerpo, notas rubíes y un dejo de aroma a canela que se acerca mucho al efecto de un excelente tinto francés (lo siento, opiniones son opiniones).
Y los postres, son irresistibles. Es por eso que en estos días, mi vientre padece lo que llamo El Efecto Alfajor. No es en realidad un sufrimiento, es sólo que comienza a desbordarse sobre el pantalón, en suaves ondas descendentes. Los alfajores son galletas suaves rellenas con dulce de leche o mermelada y recubiertas de chocolate, de azúcar glaseada, de coco. Y a pesar de que es verano y el calor no deja dormir, no puedo pasar por alto una de esas delicias cada vez que camino frente a la confitería. Sólo los nombres ya endulzan el paladar: pinitos de chocolate, turroncitos almendrados, torres de caramelo, alfajorcitos de maicena, bastones de naranja, conos de dulce de leche (esos son obscenos de verdad) y las facturas, lo que en México llamamos pan dulce, te las venden por docena, junto con los bollos de grasa para acompañar el mate.
Los kilitos de más parecen preocupar a las mujeres, se cuidan bastante. Es un poco contrastante caminar por la calle entre la multitud y ver poca gente con sobrepeso, a diferencia de México que es el segundo país mundial productor de obesidad. El otro día, comprando una botella de agua en un kiosco, escuché una conversación entre un hombre y dos mujeres. El hombre decía que a pesar de ser tan gordo y tener esa panza descomunal (yo diría un vientre de BOLA) a él le gustan las mujeres flacas, que una mujer con barriga se ve poco atractiva, y por ese motivo, las mujeres deben cuidarse más y no cometer excesos con la comida, pues dejan de estar en el “mercado” cuando cae el vientre por la fuerza de gravedad. Las comadres de mi género no decían nada, pero hubiera estado bien asegurarle a ese tipo que abdomen plano o redondito, los superficiales se dan sin que los rieguen. Ya te quisiera ver, luego de haber parido un hijo, sólo uno. Y a ver si serías capaz de renunciar a la morcilla y al bife de chorizo, al la pizza con fainá, a las tartas, al pollo con papas fritas, a los chinchulines, a la colita mechada, a la milanesa napolitana, a los ravioles de ricotta, a los tallarines con salsa de berenjenas, a la bondiola, al vitel tonné, al asado de tira, para “estar en el mercado” boludo por tres motivos: la BOLA grande ocultando a las dos chiquitas. Eso que ni qué.

Cartas desde el sur...Marcos Paz

Fueron a buscarme y ya tenía todo listo, la maleta, la cámara. Abordé el automóvil de Tizi, Eduardo y Belén y salimos de la ciudad rumbo a Marcos Paz. Yo tenía tanta emoción en el pecho por volver al sitio donde viví de niña, que hablaba hasta por los codos. Llegamos a la casa, el calor de la tarde mantenía nuestras frentes sudorosas y lo primero que hicimos fue darnos un chapuzón en la piscina. En esas estábamos cuando apareció Zulma, una amiga de la familia. Salí de prisa y fui a darle un empapado abrazo. Charlamos de los viejos y nuevos tiempos y luego, con Adriana nos fuimos a recorrer las calles del pueblo y cuando menos me di cuenta estábamos frente a la casa de la infancia. La dueña actual conoce a la familia y me dejó pasar sin problemas. Parada en el centro del jardín, junto a la pequeña alberca en forma de frijol, cerré los ojos y comencé a percibir que subía de mi interior un sentimiento fuerte y explosivo. Fue gradualmente elevándose por mi vientre, por el pecho, por la garganta hasta que comenzaron a resbalar unas lágrimas en mi rostro. No era tristeza, era pura y simple emoción. Cuando cumples un sueño largamente acariciado, se cristalizan todas las felicidades juntas. Seguimos recorriendo el vecindario y en cada esquina iba reconociendo lugares, olores, sombras. Fue un paseo bellísimo. Al volver a casa y luego de la cena, me habían preparado una sorpresa. Un pastel de montañas de dulce de leche cubiertas con chocolate con una velita para festejar mi cumpleaños. Allí ya no lloré pero la emoción me embargaba. La casa estaba llena de niños, de alegría, de cordialidad. Me sentí tan bienvenida. Quedé hechizada por Marcos Paz. Salía en las mañanas a tomar fotografías. Fui a la escuela primaria donde la directora de ese tiempo que era una arpía consumada, se paraba en punta de pie a revisarnos el uniforme. Donde había una raya pintada en el medio del patio para dividir a niños y niñas a la hora del recreo. Donde una vez, cobijada por una bolita de amigos me pasé del otro lado para jugar a las canicas y aunque nos escondimos en un rincón, la sargentona esa nos descubrió y mandaron llamar a mi mamá. Conocí también la plaza, con esos árboles frondosos en forma de mano abierta hacia el cielo, los bares y cafés, las tienditas, el jardín de niños que tenía la salita verde, azul y rosa según la edad y donde representamos una vez la obra de Los Tres Alpinos. La Iglesia que no recordaba, la estación del tren. Y esas calles simétricas llenas de verde y de esplendorosos huertos. Caminaba y buscaba en los rostros de la gente algo de mí, algo de lo que se quedó allí cuando tuvimos que dejar el país forzados por las circunstancias. Sintiendo la brisa fresca de los árboles, de a ratos me detenía en las esquinas y cerraba los ojos, dejando que los olores de ese pueblo me invadieran la memoria. Con el pasar de los días, sentía que brotaban de la nada las piezas de un rompecabezas que faltaban y en una sincronía perfecta, se iban acomodando, dejándome cada vez más una sensación de plenitud. En la casa de mis amigos, las mañanas las recibíamos con mate en el comedor y las tardes con mate y galletitas junto a la piscina, y hablábamos de la vida, de mil y un temas, intercambiando emociones, sensaciones, puntos de vista. Me sentí como una esponja que todo lo absorbía, como una flor abierta que recibe sol y rocío en una especie de fiesta con una mesa puesta exclusivamente para nosotros. También fui a Las Heras, un pueblo vecino, y al Moro, un club donde mi papá trabajaba. Mientras él estaba ocupado dando clases, mis hermanas y yo le ayudábamos al encargado de la caballeriza a darles de comer y limpiar a los animales. El hombre nos permitía montar un rato a Martita, que era la yegua más vieja del lugar. Con Analía y Eduardo nos fuimos en bicicleta a recorrer los túneles de sombras que se forman con los eucaliptos y sauces.
Matías, el hijo de Analía, me prestó su guitarra, así que a veces cantaba sentada en un tronco del jardín Paloma Negra, Amanecí otra vez, Que te vaya bonito…todas de José Alfredo Jiménez.
Acompañada por Luis Alejandro, un apuesto bombero de la localidad, fui a conocer el club de pelota paleta, un lugar de tradición en Marcos Paz. El juego es muy parecido al frontenis de México, nada más que no se usa una raqueta común sino una de madera y la pelota es también más pequeña. En el boliche exterior se reúnen señores y jóvenes a tomar cerveza, a jugar con los naipes al truco que es una tradición en Argentina y a ahuyentar el calor con pláticas de hombres. Un lugar al que van sin sus esposas, sin sus mujeres. Aunque para algunos fue desconcertante ver aparecer a una extranjera en SU boliche, poco a poco se fue dando la plática con ellos, con el cantinero Daniel, con un señor encantador que lucía una boina verde, Lito, de profesión asador y con algunos ex alumnos de mi padre. Disfruté mucho esas conversaciones con la gente. No podía faltar como en toda cantina, el borracho de la tarde, sin embargo, el ambiente se mantuvo dentro de límites súper tolerables. Mi acompañante, que por cierto mide casi dos metros, me cuidó en todo momento. Luego, nos dirigimos a la plaza central y nos sentamos a disfrutar de un cigarisho cuando de repente ¡Cayó un ratón del cielo! Me asusté, grite y brinqué, no es mi animal favorito, y miré alucinada a mi acompañante, preguntando sin palabras cómo pueden llover ratones en Marcos Paz. Atrás de nosotros había una palmera muy alta, hasta allí debió subir y desde allí debió caer ¡Sorprendente! Todavía riendo, caminamos hacia la Casa Tomada, un bar cercano y en el fresco de la calle, le agradecí haberme llevado a la cancha. Bebíamos agua tónica con jugo de lima y Luis Alejandro, que parece ser un tipo bastante imaginativo, un hombre que no se dedica sólo a combatir el fuego, sino que materializa en él todos sus deseos de transformación, luego de escuchar la historia que me había traído a este pueblo, escribió una frase en la bitácora poética que me acompaña en forma de libreta morada: Un espíritu engrandecido por una nueva experiencia, no puede volver nunca a sus antiguas dimensiones. Me acompañó a casa y al despedirnos, pude sentir, como de pasadita, su fragancia. Olfateando muy sutilmente (no me afectó lo del cura Tim, te lo juro, es sólo que en la vida hay que irse con tiento) me llegó el suave aroma del jugo de lima mezclado con un cautivante eco de masculinidad.

Cartas desde el sur...cumpleaños

Ese día desperté y me desperecé en la cama con una sonrisa. Decidí que iba a vivirlo tal cual llegara. Poco a poco estoy entendiendo que uno debe tratar de fluir con las fuerzas del universo y tener confianza en que todo lo que sucede es el dibujo fijo de una realidad móvil y forma parte de un entramado complejo y a la vez hermoso. Without expectations, diría alguien a quien una vez creí querer. Estaba completamente desnuda en la cama, porque con el calor que hace no puedes acostarte de otra manera, y fui recorriendo mi cuerpo, lentamente, inspeccionando mis fuerzas y debilidades, tocando los músculos, los vellos, la piel. Reconociendo también aquellos lugares donde el paso de los años comienza a dejar su huella, y las cicatrices que hablan de aventuras pasadas, de abordajes y batallas, de la llegada al mundo de las dos estrellas que me eligieron y que yo elegí, de una vida intensa y plena… me regalé ese momento de re-conocimiento del cuerpo que habito ahora. En este viaje, como por obra de un poderoso sortilegio, parecieran mis emociones estar envueltas en calor y son de una materia indescriptible que comienza a desprenderse en capas. Cambio de piel.
Bajé a la cocina, me preparé un desayuno de reina y decidí que ese día no iba a salir. Me quedé en casa, en la modorra total, dando tregua a mis pies por los días anteriores, digiriendo las experiencias, descansando con un gusto enorme. Hacia la una, abrí una botella de champagne, elegida especialmente para la ocasión, y bañé mis cerebro con burbujas trasparentes y traviesas. Me pasé en día hablando con amigos de varias latitudes, todo gracias a la tecnología y escribiendo un poco también. Por la tarde, llegó Emma, quien me hizo un lindo e inesperado regalo. A las siete, salimos a ver un espectáculo de danza aérea en el Parque Centenario. Ella invitó a sus compañeros de las clases de español, y al final llegaron sólo mujeres: una alemana, una holandesa, una colombiana, la inglesa y yo. Y menciono las nacionalidades solamente para dar una idea del cuadro que formábamos juntas las cinco mujeronas (bueno, lo admito, yo era la más bajita) paseando entre la multitud. Los bailarines de tango llevaban unos arneses especiales con elásticos y nos deleitaron, junto con un cantante y una orquesta muy buena, con danzas hermosas, etéreas a veces y qué decir, de una intensidad erótica en el escenario que resultaba ante los ojos una sublime forma de poesía del cuerpo. La holandesa metió unas cervezas de contrabando e hicimos el primer brindis de la noche, todas me felicitaron. Al salir, un grupo de percusiones tocaba entre los árboles y nos acercamos a escuchar un ratito, luego, le pregunté a un grupo de chicos por un buen bar para conocer. Nos mandaron por el rumbo de Hollywood Palermo o algo así. Había un salón de donde se bailaba salsa y tango, a la colombiana y a mí nos brillaron los ojitos ¡SALSA! No cabe duda que los humanos somos bichos de costumbres. Pero al asomarnos al lugar, la gente tenía unos boletitos en las manos, eran clases, no fiesta. Pregunté a la señora de la recepción ¿Hay vino? Las europeas querían entrar, pero Andrea y yo, huimos despavoridas, mira que en Colombia a la gente le gusta la fiesta, la parranda como a nosotros. Total que salimos y nos fuimos a un boliche. Comimos delicioso y como suele suceder desde que llegué a este país, me puse a hablar hasta por los codos. Ametralladora disparando palabras a diestra y siniestra. Un momento divertido y si bien no fue una gran pachanga, me la pasé súper bien. Emma y yo comenzamos a caminar para conseguir un taxi. Finalmente llegamos a una gasolinera y en la esquina esperábamos cuando notamos que atrás de nosotras estaba uno. El señor nos mira y dice, súbanse chicas, este es el mejor transporte de la ciudad. Resultó ser un hombre muy platicador, lo malo es que es de esos que le gusta mirar a la gente a la cara cuando habla, y siendo taxista, la combinación no es precisamente lo mejor. Hablaba inglés, alemán, francés y español, mismos que iba combinando mientras nos contaba sus peripecias en diferentes países. Estaba loco de atar, para mí que era espía de joven o algo así. Me lo imagino en Alemania del este, con esos lentes de fondo de botella, haciéndose el chiflado de día y entrando subrepticiamente por las noches a copiar documentos con microfilm. En fin, el hombre se pasó lo semáforos en rojo, iba a 20 kilómetros por hora, forzaba el clutch y el motor de ese pobre carro de un modo alucinante, mientras contaba mil y un cosas absurdas e hilarantes. Pero él no quería hacernos reír, él era serio. Cuando llegamos al barrio de Recoleta, tuvimos que decirle por dónde era la calle, ya se estaba yendo directo al cementerio. Oiga don, que para allá no queremos ir, todavía…

Cartas desde el sur...una ampolla adicional

Caminando en una de tantas arboladas avenidas se me rompió la sandalia y continué descalza. La gente no está muy acostumbrada a esas pequeñas salvajeces del desierto pero no me importa, seguí extasiada queriendo aprendeher todo en la mirada. Como los que te piden unas monedas para comer, como los que recogen los cartones y revuelven la basura afuera de los hermosos edificios antiguos y modernos que hacen con su combinación tan especial a esta ciudad. Como los hombres y las mujeres lindos. Como los gritos y peleas frecuentes: parece que se van a golpear y de repente no sucede nada y todos siguen su ritmo de vida. Como los nombres de algunos negocios: pinturería, gomería, locutorio, confitería. Como mezclarse entre la anónima multitud en la calle Corrientes, esa que es tradicional de los teatros. Sorprende la cantidad de obras expuestas en cartelera. Y las librerías… para volverse loco si uno es amante de las letras. Conocí a al dueño de una de ellas, se llama Luis y perteneció a la resistencia, por allá en los años setentas. Hay que dejar atrás el pasado me dijo, hay que dejar atrás el dolor para vivir y construir cosas nuevas. Le compré un libro de Bioy Casares y al final terminamos en una sabrosa plática acerca de la literatura, del tango y de Buenos Aires. Le pregunté acerca de un buen lugar para comer pizza. No me mandes al del turista, supliqué. Entonces me fui a la vuelta sobre Callao, a La Continental. Allí probé la fainá pues el cocinero, al ver mi cara frente a la vitrina, se ofreció a ayudar en la elección. Hay tanta variedad de comida, y que me perdonen mis amigos italianos, pero la pizza es mucho más sabrosa que en su país.
Siguiendo por la avenida Corrientes, se llega al Obelisco, que según me dijeron, ilustra los delirios fálico-egipcios de un presidente de antaño. En realidad ese monumento es un poco curioso, si bien se ha convertido en emblema de la ciudad. Luego, preguntando con el mapa en la mano, conocí a un ruso que tiene diez años viviendo en Argentina. Fue un poco difícil al principio, aseguró, con el idioma y las diferencias culturales. Pero ahora me encuentro muy bien. Luego, adentrándome en el subsuelo me subí al metro o “subte” ¡Qué maravilla! Los asientos de madera, las luces de cristal, los espejos. Una verdadera reliquia. Tomando fotografías en la cabina, entablé conversación con el conductor, quien me explicó cómo funciona el mecanismo. También me dijo que es un trabajo poco agradable pues el aire es insalubre bajo tierra. Disfrutá tu visita a Buenos Aires, agregó. Esta ciudad es muy linda. La plaza de Mayo estaba llena de turistas, todos querían una foto de “Yo estuve aquí”, donde tantas mujeres lucharon por una causa justa y murieron en el intento, lástima que ahora se ha convertido en una especie de circo, de puesta en escena para el visitante. Dirigí mis pasos a la Catedral Metropolitana, allí donde descansan los ilustres huesos de un héroe nacional. Aquí, en cada esquina encuentras estatuas de patriotas. Me recibió el frescor natural que sólo los viejos edificios poseen. Había misa en ese momento. La verdad. Jamás he ido a misa, y decidí hacer algo nuevo, así que me senté en un banco y mientras subrepticiamente tomaba fotografías (está prohibido), escuchaba el sermón del cura, con argentinísimo acento, diciendo: La primera regla para adquirir fuerza de voluntad es combatir al Goliat que todos llevamos dentro, a ese filisteo encargado de traer entre otras cosas, las pasiones lujuriosas. Los seres humanos somos el campo de batalla entre el bien y el mal. Construimos catedrales y edificios, empresas y casas pero nos olvidamos siempre de trabajar en la catedral interior, por eso, yo te pregunto ¿Cuál es tu Goliat?...Interesante reflexión, lástima que siempre deban refregarnos el asunto de la culpa, de suprimir el deseo que es una gran fuerza inspiradora en el proceso creativo. Queriendo conocer algo diferente (qué más da una ampolla adicional), me fui a visitar los túneles del siglo XVIII de la Manzana de las Luces pero estaba cerrado. Un hombre me iba siguiendo por la calle. Era alto y de mirada penetrante. Dentro del Museo de la Ciudad, donde se encuentran expuestos juguetes que datan de finales de 1800, me abordó y me dijo trabaja en una peluquería, que se dedica a rasurar sobre todo a hombres mayores con la afilada navaja y la brocha a la vieja usanza. Tu cabello, me dijo, es algo fuera de lo común en Buenos Aires ¿Me dejás tocarlo? Uy que suave. Para no ampliar la historia, me invitó a salir, pero me negué. No vivo por el momento en el planeta de las aventuras amorosas ¿o pasiones lujuriosas? Pero ¡Estos porteños son bien aventados!
Con los pies hinchados, sudorosa y contenta, volví al departamento. En el supermercado de los chinos, compré un vino de la Patagonia, quesos, aceitunas y ensalada. Al poco rato llegó Emma, contenta con sus clases de español. Nos tomamos media botellita y nos quedamos dormidas en el sillón.

Cartas desde el sur...en moto

Otro día, salí con el tío Gonzalo. Me llevó a conocer la tumba de mi abuela materna Martha María, quien descansa en el cementerio de La Recoleta, sitio afamado por los ilustres (les digo) personajes que forjaron parte de la historia de esta nación. La más visitada, Evita por supuesto. Arquitectónicamente, el lugar es una belleza. Hay tumbas hermosas. Pero la que más me llamó la atención fue la de Manuel Pegasano, el representante de la Unión de Fabricantes del Fideo. Y la placa conmemorativa, reconocimiento de sus queridos socios y amigos por ser hombre íntegro y generoso.
Eso de visitar a la abuela era un pendiente que tenía y la vida me dio la oportunidad de hacerlo. Me puse a charlar un rato con ella, le conté lo que hice estos años que estuve ausente, de cómo son privilegiados algunos niños por tener cerca a sus abuelos, de lo blanco y lo negro, del linaje femenino de la familia, de mis andanzas y las suyas, de amores y desamores. Nos reímos y lloramos un poco. Pero al final nos abrazamos.
Luego, me subí en la moto con Gonzalo y nos fuimos a recorrer Buenos Aires bajo un calor abrasador. La brisa nos refrescaba por momentos y la bolsa donde llevo la cámara revoloteaba sobre mi espalda. Vi por primera vez el Rio de la Plata. Nos acercamos a un malecón donde pescaba la gente y tomaba mate. Frente a la costa, un barco encallado, oxidado, se vestía de anaranjado conforme los rayos del sol iban declinando hacia la noche. Y hacia el sur, el edificio del Club de Pesca resaltaba en primer plano, tapando a medias la construcción de allá al fondo que, me dijo el tío, pertenece a la Compañía de Luz. Seguimos otro poco, hacia la ciudad universitaria que por cierto lucía hermosos jardines con botellas de plástico y basura. Y finalmente, la Marina donde mi tío aprendió a navegar, donde comenzó con un amigo sus pininos en un barco para descubrir al poco tiempo que ese es su gran placer en la vida. Me lo puedo imaginar con una sonrisa de niño y el pelo despeinado, moviéndose entre los cables, postes, velas y demás (desconozco los nombres técnicos) artilugios de la navegación. Por cierto, a Álvaro mi otro tío también le gusta navegar, entre los dos han recorrido hermosos lugares y seguramente vivido aventuras increíbles que espero me puedan contar algún día. Por lo pronto, aquella tarde en la marina nos sentamos a tomar una cerveza que de tan helada se escurrían las gotas en las piernas y allí descubrí que a Gonzalo también le gusta la poesía, que no puedo dejar de leer a Miguel Hernández y a Paul Eluard. Que mi mamá también fue niña que hacía travesuras a veces, que la libertad de observar el horizonte desde un barco sintiendo el viento despeinando las ideas es incomparable y que a pesar de todos estos años de ausencia, puedo compartir un momento así y sentirme ligerita y como invadida por una apacible calidez. Y también me encantó escuchar anécdotas de mi abuelo, con quien durante muchos años mantuve correspondencia. Me ayudó a humanizarlo un poco y bajarlo de un pedestal donde lo había puesto. Ni bueno ni malo, pero es importante no divinizar a los hombres (ese fue uno de los secretos que me susurró mi abuela a través del mármol y el cristal de la tumba Kemper). Las cartas que le mandé al abuelo me fueron devueltas por mi madre hace un par de años y disfruté muchísimo leyéndome a los trece años, contándole cosas como: Querido abuelito, aunque no lo creas, ahora no tengo novio!!! O todavía no sé que voy a hacer cuando sea grande, me tengo que decidir entre azafata, periodista o bióloga marina, pero lo más probable es que me dedique a las actividades subacuáticas!!!
Aprendí que en Misiones, donde vivió la familia, hay animales bastante ponzoñosos y hace calor y llueve mucho. Que pasaron una linda infancia mi madre y sus hermanos correteando en esos lugares. Que la abuela horneaba ricas galletas y tenía finos manteles y cristalería para las ocasiones especiales, como se usaba en otros tiempos.
Cabellera enmarañada, cuerpo vibrando aún por el movimiento de la moto y cuando llegamos a la Avenida donde vivo, un retén de policía. Estos controlan que no manejes borracho, me dijo Gonzalo. Me bajé de la moto, le dije adiós, y con el estilo de ranchera cándida que me caracteriza a veces, le grité: ¡La pasé muy bonito, gracias por la cerveza! Pero parece que sólo les dio risa y lo dejaron ir.