lunes, 30 de noviembre de 2009

La falta de inspiración

Dónde se me cayó la palabra que era eterna:
en la barranca del cielo
detrás de la frente.
Hacia ahí va, guiada por la
saliva y la basura,
la séptima pléyade que vive conmigo.
Paul Celan
Estoy en la casa, escuchando música. Concierto para violín y orquesta no.5 de Mozart. Es un día nublado y frío. La chimenea permanece encendida y al calor del fuego escribo buscando inspiración, pero me temo que hoy me sucede como a Juan Manuel Serrat en su canción “No hago otra cosa que pensar en ti”. Y es así, las musas no se quieren aparecer en mi sala calientita. Podría escribir acerca de los días pasados, podría escribir sobre los sueños o acerca de un hipotético futuro que jamás existirá. Sobre mis últimas aventuras en el desierto, o sobre mi estado de ánimo, pero nada. El tintero y la pluma azul reposan junto a una taza de café semivacía. Podría acostarme en la cama y añorar esos brazos tibios rodeando mi cuerpo, podría cocinar unas ricas galletas con chispas de chocolate o terminar esa botella de whisky que quedó de la última fiesta. Podría hacer algunas llamadas telefónicas, o escribir cartas virtuales a los amigos reales. Podría tomar un baño de burbujas, depilarme u ordenar mis fotos. Podría terminar esa pintura que inicié la semana anterior a la que faltan unos últimos retoques, esa donde aparece una silueta de mujer rodeada de tonos azules, como serpentinas de una fiesta, y en la redondez del vientre, una explosión de fuego que sube en espiral hacia la frente. Podría salir a caminar y llegar hasta un sitio especial e íntimo que conozco, esa cueva donde escurren gotas desde el techo y donde puedo colocar mi lengua para sentir el sabor del manantial que llega directo desde las entrañas de la tierra. Podría acariciar a los perros y retozar con ellos en el tapete de lana, aunque luego me piquen las pulgas. Podría escoger uno de los libros pendientes que tengo para leer, como el cuarteto de Alejandría por ejemplo. Podría dedicarme a experimentar la Bibliomancia, que tanto me atrae últimamente. Estoy desarrollando un método: Con los ojos cerrados, tomo un libro de la biblioteca, es como consultar una pitonisa. Por ejemplo, si sale Bukoswsky con “Poemas Selectos: El mundo visto desde la ventana de un tercer piso” y lo abro justo en la página de Frijoles con Ajo (es muy importante expresar los sentimientos, mejor que rasurarse o cocinar frijoles con ajo…claro que ahí están la locura y el terror…hay un latido bajo tu camisa y meneas los frijoles con una cuchara…se cuecen a fuego lento…) interpreto y aplico el mensaje a mi vida cotidiana, a lo que quise preguntar al oráculo. Apenas va en fase de experimentación, porque depende también de cómo están acomodados los libros en la biblioteca y una serie de factores que pueden llegar a determinar la elección. Pero no soy capaz de dejar el asiento y además, hoy no quiero adentrarme en esos territorios. Así que pienso que tal vez podría ordenar los juguetes de los niños y guardar la ropa de verano que por el momento no estamos usando. Podría subir al huerto a recoger las últimas manzanas o remover la tierra de las acelgas y las lechugas. Podría lavar la ropa que está pendiente desde la semana pasada. Podría dormir una siesta y buscar en el eco de los sueños de la noche anterior un llamado, una palabra clave o la evocación de un aroma, una caricia o un instante fugaz para tomar la punta de ese hilo y seguirlo con los ojos cerrados, a ver dónde me lleva. Podría quitar las telarañas que se forman entre las vigas del techo y que ahora mismo acabo de notar. Podría acercarme a la cabaña que los niños construyeron bajo los árboles del jardín y ordenar un poco el caos infantil, podría bajar al arroyo y mojar mi cara con esa agua helada y cristalina. Podría seleccionar las películas que ya no quiero u ordenar los discos esparcidos en el rincón del aparato de sonido. O más bien, podría hacer una gran hoguera bajo los nogales y quemar todas las cosas inútiles que insisto en querer conservar. Podría tallar el sarro del fregadero y limpiar las manchas de comida de la estufa. Podría arreglar el helecho del baño y quitarle las hojas secas. Podría limpiar los pelos enredados en los cepillos, mover los muebles de la recámara, cambiar la orientación de la cama. Podría hacer tanto y tanto. Sin embargo permanezco aquí, junto al fuego y las musas siguen sin aparecer. Si la falta de inspiración no permite que hoy me adentre en el jardín mágico de la palabra, no puedo hacer nada más que dejarme trasladar por el instante. Así que cierro los ojos y consiento que la música se incorpore a las moléculas que conforman el cuerpo que habito ahora. Y al vaivén de los sublimes acordes, fluyo. El calor de la chimenea acaricia ese pedacito de piel desnuda que asoma por mi espalda.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Onironauta

Estábamos volando. Era un avión un poco desvencijado. El piloto mi amigo Carlos llevaba una chaqueta de cuero y un gorro estilo Pierre Nodoyuna. El copiloto Miguel Ángel estaba un poco nervioso. Yo no iba en la cabina sino en la parte de atrás, acostada en mi cama cómodamente, sintiendo en el cuerpo los vaivenes del vuelo. En cierto momento, fallaron los motores. Miguel comenzó a gritar que él sabía que moriría en un avionazo, que siempre tiene mala suerte en los vuelos, que nos íbamos a estrellar. Carlos vino a la parte de atrás con su sonrisa torcida y dijo, no se preocupen, al ratito va a funcionar de nuevo el mecanismo, es sólo una bujía. Había niebla pero el aparato iba en picada. A un cierto momento, se disipó la niebla y vimos frente a nosotros una montaña. Casi a punto de estrellarnos, se encendió el motor y nos salvamos por un pelo. De repente íbamos planeando sobre una ciudad. Había mucho tráfico y nosotros pasábamos muy cerca de los automóviles, los conductores nos miraban asombrados. En una esquina había una mujer gigante con un niño enrebozado pidiendo limosna. Seguimos volando y me di cuenta que se repetían las escenas, los conductores, la mujer. Todo igual, entonces comprendí que estábamos en una realidad diferente. Aterrizamos y caminamos por las calles que parecían las de una ciudad medieval. Los rostros de las personas se estiraban hasta volverse casi irreconocibles y me asusté. Uno de mis compañeros me dijo: No temas, es sólo algo desconocido y por eso nos da miedo, hay que aceptarlo como una realidad paralela. De repente estábamos en un autobús y viajábamos en medio del hielo por una autopista, al llegar a un distribuidor vial, había estalagmitas de hielo en los puentes y fuentes congeladas donde unos hombres estaban sumergidos hasta las rodillas, pero trataban de esconderse. Son clandestinos, me dijo uno de los pasajeros, y se esconden ahí porque es el único lugar donde la policía no los encuentra. De repente ya no estábamos en el autobús sino caminando. Pasábamos junto a otra fuente donde había una modelo preciosa, parecía un hada, con su equipo de maquillistas, fotógrafos, etc. Estaba furiosa y les gritaba a todos. Yo me acerqué y le dije: Tal vez si dejas tu furia y sonríes, las cosas saldrán mejor. Seguíamos y llegábamos a una escalera de mármol, como la de Piazza España en Roma. Había muchos personajes diversos, con rostros oscuros, con armas. Uno de ellos era Martín Mora, quien estaba vestido de negro. Carlos quería a toda costa hacer un trato con un rubio tatuado y bigotón que la había prometido un cambio. Le pedía su chamarra de piloto y le iba a dar algo especial, aunque no nos explicaba exactamente qué era, pero reía como un niño en dulcería. Miguel le decía, Carlos, si dejas tu chamarra en este mundo, no podremos regresar porque es de piloto y tú eres el piloto, pero él no hacía caso y nos dejaba solos en una habitación pequeña y sofocante. Al ratito volvía y nos decía, vamos, hay que salir corriendo de aquí, nuestra vida depende de ello. Nos movíamos por las calles a toda velocidad pero ellos se adelantaban, me dejaban atrás y a un cierto punto, en una subida, mis piernas empezaban a convertirse en arena y por más esfuerzos que hacía no lograba avanzar. Así que desistiendo por un momento, me sentaba junto a un numerosísimo grupo de ancianos que miraban una pantalla gigante, todos sentados en filas perfectas. En la pantalla se veían anuncios racistas hacía los orientales y también uno donde Gandhi aparecía hilando en su rueca y se burlaban de él diciendo que sólo había tenido sexo cuatro veces en su vida. Luego, se apagaba la pantalla y los ancianos comenzaban a hacer unos ejercicios, guiados por una voz que salía de un altoparlante. Todos iguales, todos al mismo tiempo. Por fin lograba que las piernas me sostuvieran y continuaba caminando. En eso, aparecía mi hija Luna en una motocicleta, iba abrazada a un hombre muy guapo que conducía y al verme, se detenían un momento y ella decía: Mami, ya me voy a volar. Soy feliz, dame tu bendición. Yo la abrazaba y ellos continuaban su camino.
Salía de la ciudad y al llegar a un claro de un bosque hermoso, que olía a lavanda, encontraba el avión y mis amigos esperándome: Volvamos a casa querida, casi va a amanecer.
Al despertar en la penumbra de mi habitación, estiré el cuerpo con pereza y evocando el sueño, me dio por reír. Les conté mis aventuras de onironauta a los niños. Y el día fluyó apacible, en el medio de este frio desierto donde los sueños y la realidad retozan juntos...a veces.