domingo, 27 de julio de 2008

El desfile de modas

Por Mercedes Aquino

Fui a recoger mi gafete de prensa con Gaby, allá en un conocido hotel del centro, la base de operaciones del Desfile de Modas de los diseñadores Pineda Covalín que organizó la presidencia este mes. El evento iba a empezar a las ocho de la noche. El sol acababa de asomarse a entibiarnos con su presencia luego de casi diez días de lluvia. El pueblo vibraba efervescente. Las modelos caminaban desatando murmullos de admiración a su alrededor. Llegué a la calle principal, la dorada luz de la tarde bañaba el empedrado lleno de gente. Kadafi en su camioneta recogía a Marisol y sus chalinas. Un perro, acostado junto al de los elotes se rascaba las pulgas. Alan daba un masaje en su silla morada, haciendo sus respiraciones. Los policías en la esquina vigilaban el tránsito. Un guitarrista y un tamborilero amenizaban con música de trova la comida que hacían varias personas en un puesto de gorditas. Para que no digan que en Real ya no hay ese ambiente bohemio. A veces sí, a veces no. Si te toca suerte, hasta puedes ver algo sobrenatural. Comencé a caminar rumbo a la plaza de toros. Pasando junto a la casa de Beatriz, inundó mi olfato un aroma a leña y elotes hirviendo. Como del Real de antes. Algunos artesanos fueron acomodados por el rumbo de la Casa de Cantera. Había un puesto donde vendían extensiones para el cabello, una cosa muy teatral. Allí estaba una pareja con sus tres hijos, ella rubia, él parecía un travestido, yo diría el gemelo de Boy George. Tenían un puesto extraño, aún para nuestras costumbres. Siguiendo me encontré a Martita paseando de la mano con su novio. Ana daba papilla a su bebé en las mesas del comedor de Juana. Ya el tono del crepúsculo se posaba en las montañas. En el estacionamiento del puente Zaragoza, vi una combi acampando, de esas con el techo que se levanta. Dentro se escuchaba música de Bob Marley. Pasó a mi lado la ambulancia, con el doctor Samuel inmaculado en su bata blanca, con el estetoscopio y la barba siempre elegantemente recortada. Martina, la de las plantas medicinales estaba muy envuelta en su rebozo, me detuve a saludarla, le pregunté si tenía mucho frío y me dijo -Es que cuando te haces viejo los huesos se te entumen mercé- En ese momento llegó Arturito Tristán y Martina le preguntó que porqué iba tan elegante, que si le tocaba hacerla de mesero en la carpa esa blanca de la plaza de toros, para que le guardara entonces un taquito, a lo que él respondió -Bueno, aunque sea bajo el brazo para que se mantenga caliente-. Continuando la bajada hacia el panteón, un niño orinaba atrás de un carro allí frente al hotel de Manuel. Policías en moto iban y venían. En la cantina de Tábares un grupo de hombres se tomaban su cerveza de la tarde. Llegué a la carpa. Lona blanca, piso blanco, un ambiente de lo más refinado. El lugar se veía completamente diferente. En la entrada habían hecho un pasillo de palmas. El sol se reflejaba en las copas de cristal, las mesas tenían manteles blancos con dorado, las sillas eran doradas también, de plástico imitación bambú, platos dorados, pétalos de agapanto violeta decoraban los centros de las mesas, algunas de las cuales eran de cristal con bases de mármol iluminadas por dentro con luces de un rojo suave. Allá al fondo, en la explanada del escombro, una tienda de campaña. Don Jorge Quijano estaba anacrónicamente elegante con su traje negro, corbata blanca y la reluciente calva. Hugo y German probando el sonido. Agachada junto a ellos, una de las modelos, la rubia, fumaba. Enrique repartía los gafetes. Tere y Reina ayudaban a Gaby. Me acerqué al fondo y me senté en una de las mesas destinadas a la prensa. Los periodistas de las revistas famosas, miraban a su alrededor con cara de suficiencia y hastío, uno de ellos se mordía la uñas. Humberto Fernández hizo su aparición, creando un efecto teatral que me encanta. Es un personaje del pueblo, restaurantero, hotelero y actor de Hollywood, entre otras cosas. Algunos lo ven como un excéntrico pero él siempre se ríe de todo. Su vestimenta era espectacular. Con sombrero de plumas negras, su chamarra de pirata y ese puro que siempre lo acompaña. Los meseros circulaban alrededor de las mesas, sirviendo toda clase de licores, un grupo de huicholes con sus adornados sombreros de pluma, esperaba a un lado. Comenzaron a llegar los políticos, las señoras de sociedad, un par de senadores, más prensa, un subsecretario, los empresarios. Enrique y El Cañas, quien por cierto lucía elegantísimo, iban de un lado a otro. La prensa se volvió loca sacando fotos de los huicholes. Comenzó el espectáculo con unas palabras de Petra, la presidenta municipal. Luego, los huicholes danzaron en un círculo, realizando una bendición tradicional. El de hasta adelante movía el muvieri, las mujeres lanzaban risillas y se tapaban la boca, con pena. Se tardó un rato y la bendición no terminaba. Por fin, salieron del ruedo para dar paso al siguiente número. El sonido del djiridou invadió la noche. El muchacho tocaba muy bien. Luego apareció un hombre con un tórax, qué tórax señores, un efebo lleno de tatuajes. Llevaba un aro con varias antorchas de fuego. Su espectáculo fue muy impresionante, sincronizado y estético. Entonces comenzó la música y fue un gusto ver a mis amigas las modelos, a las que había conocido el día anterior Tibisay, Irene y Jazmín, unas personas de lo más sencillas y agradables, quienes junto con el resto del grupo, iniciaron un desfile de mariposas que culminó con la presentación de un vestido con alas de más de cuatro metros que fluctuaban y viajaban a través de la brisa de la noche. Cuánta belleza. No me refiero únicamente a las modelos, que de por si son mujeres con características físicas particulares. Me refiero a la estética de los trajes, del movimiento, de las telas, de los colores y diseños vanguardistas y a la vez tan originalmente mexicanos. Los meseros miraban embobados, y cuando anunciaron el final, salieron todos disparados hacia la cocina, ya que por un momento habían olvidado su trabajo. Cristina Pineda y Ricardo Covalín hacen más que el diseño de prendas de vestir, hacen arte sobre el cuerpo. Cuando terminó la pasarela, vi a una mujer vestida de negro que limpiaba sus labios en una servilleta mientras su amiga le mostraba una foto en primer plano del modelo rubio. Los empleados de la presidencia sacaban fotos, don Jorge hasta tenía dos cámaras. Una niña huichola bien pequeñita fue la encargada de entregar los reconocimientos que eran máscaras de chaquira. La Banda R14 tocaba dianas en la entrega de cada reconocimiento. Al salir se me había ido el sueño, así que dirigí mis pasos al Club Social. Conocí a Domenico el efebo del tórax tatuado y tuvimos una plática muy bonita. Me contó que está realizando audiciones para el Cirque du Soleil, es una persona de veras muy interesante. Me divertí bailando un rato con los amigos. Como ando de soltera, alguien se ofreció amablemente a acompañarme de regreso. Con tantos años de vivir apartada una va perdiendo la malicia, pero de que se trataba de acompañarme pero por lo oscurito lo comprendí enseguida. Rechacé la oferta con una agradable tibieza (lo confieso) en mi ego encrespado. Fui caminando por las calles y extendí los brazos, imaginando ser un ave nocturna, una mariposa haciendo acrobacias de seda, fluctuando al ritmo apasionado de la brisa. Volví a casa volando.

viernes, 18 de julio de 2008

Cascos en la ópera

Tuve que guardar los tacones en una bolsa, par poder salir del rancho, pues las piedras del camino me hubieran provocado una caída mortal. Mis mejores galas, los rizos sueltos. Bajando con cuidado por el camino escarpado que lleva al pueblo, la Bebi y yo y nos dirigimos a la casa de mi hermana, ella estaba terminando de arreglarse. Nos subimos al carro listas y perfumadas, rumbo a Matehuala. Emocionadas, pues el evento de esa noche era la ópera Tosca y para mí la primera vez que iba a ver en vivo uno de los géneros musicales que me gusta mucho. Llegamos temprano, logramos encontrar un buen lugar para estacionar y nos acercamos a la fila que ya era bastante numerosa. Al poco rato fueron cayendo los demás. Carlos traía los cascos y nos los pusimos. Está acción formaba parte de un plan estratégico. Todo calculado, diría él. La reacción de la gente fue muy curiosa. Algunos nos miraban como extraterrestres. La señora de enfrente de la fila nos preguntó si era una protesta porque el teatro Othón se está cayendo.
Comenzaron a entrar los boletos de cinco mil y los de quinientos, ellos desfilaban por el centro de la pasarela. La crema y nata de la ciudad. Nosotros, los de cien fuimos los últimos, los de galerías. La escenografía me gustó mucho. Las miradas iban del escenario a los locos sentados con casco arriba del teatro. Finalmente, dieron la tercera llamada y comenzó la función. El pobre de Cavaradossi no tenía mucha potencia en la voz y por momentos el conjunto de instrumentos rebasaba su sonido. El director de la orquesta se movía con gracia magistral en el estrado. Mira que bien suenan los violines, me dijo mi hermana, y que buena coordinación entre los instrumentos de viento también. Yo le contesté: Mira que bien se ve el trasero del director, ja, ja.
La obra dura aproximadamente tres horas, y en el primer intermedio se nos acercaron dos periodistas, uno de prensa y otro de televisión a preguntarnos que hacíamos con esos cascos. Le explicamos que era una manera de creativa de llamar la tención acerca del deterioro del teatro, ya que en días anteriores se cayó una de las bardas que limitan la propiedad con el colegio vecino y en general el lugar requiere de mantenimiento y restauración, por lo que decidimos utilizar cascos con nuestra ropa elegante, muy acorde a la ocasión para lograr la atención de la ciudadanía. Nos tomaron fotografías y efectivamente salimos en el periódico, todos formaditos, elegantes y con cascos mineros. Luego dio inicio el segundo acto y nos concentramos en la música. En el siguiente intermedio, estábamos muy cotorrones cuando de repente me dice mi hijo: Mami, hay una cucaracha enfrente de ti, ahí, debajo de unos cables del barandal. Salté del asiento, era enorme y corrió hacia Simone, quien la pisó con toda la fuerza de que fue capaz y el ruido que provocó este aplastamiento, hizo que lanzara un grito que se escuchó en todo el teatro. Después sentí un líquido agrio y amargo subir por mi garganta y casi vomito. Me tapé la boca para contener la arcada. La gente nos miraba con cara como de: Uff que falta de decoro. Mientras tanto, mi hermana había bajado a saludar a los músicos. Ella tiene un gran conocimiento de la ópera ya que durante muchos años se dedicó a asistir a todos los eventos del Palacio de Bellas Artes. Total que una violinista ucraniana le preguntó que qué hacíamos con esos cascos. Ella le platicó el asunto y la rubia le dijo que pensó que éramos unos gringos que habíamos ido de paseo a visitar una mina y nos habían regalado los cascos. A mi hermana le dio mucha risa la versión y en esas estaba cuando de repente la violinista le pregunta, con el ojo cáido ¿Y que hace una mujer tan hermosa como tu viviendo en Real de Catorce? Momento de silencio, se oyeron los grillitos de la noche y con una sonrisa se despidió de ella: Disculpa, es que me están esperando. ¡Fiuuuuu, de la que me salvé, pensó mi hermana!
Me sorprendió que en general los niños aguantaron bastante bien las tres horas de ópera-telenovela que nos fuimos a chutar a Matehuala, sobre todo las niñas, estaban fascinadas con Tosca y sus vestidos. Cuando terminó la función, el público aplaudió a rabiar, sobre todo al malvado Scarpia, que fue uno de los mejores intérpretes de la noche. Por supuesto que cuando le llegó el turno de los aplausos al director Miramontes Júnior, mi hermana y yo nos pusimos de pie y hasta le chiflamos, demostrando con esto todo el roce cosmopolita que nos distingue. Y le dije, si en Matehuala todavía alguien no nos conocía, lo acaban de hacer. No habíamos cenado nada, ni tiempo nos dio, así que salimos, todavía con los cascos que por cierto ya nos habían provocado una picazón tremenda. Tuvimos que caminar un par de cuadras para llegar al restaurante, aguantando el martirio de mis bellos zapatos que si me pongo una vez al año es mucho, hasta ampolla me salió. Unos muchachos estaban sentados en una banca de la plaza de armas y nos vieron pasar, seguramente se preguntaron de dónde salían estos raritos. Regresamos charlando de lo más lindo con mi hermana. La niña ya dormida en el asiento de atrás, nosotras compartiendo ese íntimo instante. Cuando llegamos a la casa, acosté a la pequeña pero a mí se me había ido el sueño, quien sabe que cosas me despertó la música que me daban ganas de cantarle a las estrellas, a la noche, al fuego, a la creación. No llegué a tanto, salí al jardín y me acerqué a los gatos, que comenzaron a ronronear y les canté una de mis arias favoritas Recóndita Armonía, que me llega hasta la médula. Qué bonito, la piel se me enchinaba, mientras los gatos, de lo más plácidos se habían quedado dormidos en el hueco de mis brazos.
Pasé el resto de la semana cantando arias en la ducha, en la cocina, en el taller, en el trabajo, en la plaza, en la calle y hasta en la clase de sudor y martirio, mejor conocida como acondicionamiento físico. Tanto que hasta mis niños comenzaron a mirarme raro. Está bien, les dije. La semana que viene hay un concierto de los Indomables de Cedral, ¿Vamos?

viernes, 11 de julio de 2008

Día Ardiente

Por: Mercedes Aquino

El despertador sonó a las siete de la mañana. Los cabellos despeinados, el turno para ir al baño, agua en la cara para despabilarse, desayuno y en marcha. Seguimos la carretera a Matehuala, era un día de trámites. Llegamos a la oficina muy temprano y enseguida nos dijeron, al mejor estilo de burócrata, que no era posible renovar el pasaporte de la niña pues los nombres de los padres no eran los mismos que en el acta de nacimiento, hágame el favor, pero si fueron ustedes a otorgarnos este documento y se trata solo de una renovación, y cuando lo tramitamos hace tres años, teníamos los mismos pasaportes. Pero nada, hay que ir a San Luis. En fin, después de salir de allí con una nube negra sobre la cabeza, nos dirigimos a realizar las compras y mandados necesarios, aprovechando la vuelta a la ciudad. Adquirimos unos panes dulces calientes y nos fuimos a la Plaza de Armas a saborear esta delicia humeante que se te deshacía entre los dedos. El día anterior había jugado fútbol México contra China, con un resultado favorable para la selección, pero un partido muy mediocre, si se piensa que el adversario es un equipo insignificante. Y en el encabezado de un conocido periódico deportivo, sobre una foto de los futbolistas, aparecía el título 1-1 PIN CHON, vaya con la creatividad de los jefes de redacción.
Cuando terminamos el pan dulce, fuimos al mercado, donde conseguí unos espejos y unas ollitas de cerámica que necesitaba y de pilón encontré un regalo para mi amiguito Julián, que acaba de cumplir siete años. Le compré una máscara de luchador con flecos plateados y de color azul celeste, sé que le va a encantar. Volvimos a la carretera y como el calor era sofocante, decidimos ir a darnos aun chapuzón a las albercas de San Juan de Vanegas. Pasamos por los trajes de baño, las toallas y el libro de Khaled Hosseini que me acompaña esta semana y siguiendo de largo el empedrado, llegamos a las piscinas. Los niños, ya se habían cambiado y estaban listos para el clavado. Cuando me quise dar cuenta ya estaban adentro. Yo no estaba segura de querer nadar, adoro el agua pero llevaba varios días de gripe y congestión nasal, así que una mínima corriente de aire y ya quedaba así por otra semana. A los pocos minutos de abrir el libro, llegó doña Octaviana, una señora que hace tacos de canasta y gorditas deliciosas y que siempre nos trae de comer. Me contó que durante la semana santa, el sábado de gloria, las albercas estaban tan llenas que nadie se dio cuenta de que un niño de doce años había caído al agua y no sabía nadar. Su padre, bebía cerveza en la cantinita de afuera, su hermano, de catorce años, no lograba encontrarlo, hasta que alguien gritó, al sentir en el fondo algo blando. Lo sacaron pero ya no había nada que hacer. Fueron a llamar al padre y este le gritó al hijo más grande que el tenía la culpa, que porque no había cuidado a su hermano, y delante de todos, se puso a darle feroces cachetadas. Extendieron al chiquillo muerto frente al expendio de cerveza. Le colocaron una veladora y ni así se le bajó la borrachera a ese abominable hombre.
Con un nudo en la garganta, escuchaba esta historia de los labios de Octaviana. Y por último concluyó, es que son gente de la sierra, no saben manejar el agua.
A media tarde, salimos del centro recreativo y llegamos al entronque, los niños tenían clases al día siguiente y debían regresar al pueblo. No pasaba un alma, el calor reverberaba en la superficie del asfalto. Encontramos una ranita del desierto y al colocarla en las manos, cambió de color, como los camaleones. Así estábamos, refugiados en la sombra de la camioneta cuando de la nada llegó una motocicleta, aminoró la velocidad y un hombre con bigote enorme, nos dijo, sin detenerse ¿quieren nieves? Y allí mismo se paró y de una pequeña caja sacó los helados. Nos dio mucha risa, mira que encontrar algo así en el desierto. Después de un rato pasó una familia de Monterrey, en carro nuevo, con aire acondicionado, y aceptó llevar a los demás a Real. Yo seguí a Cedral, la blusa empapada de sudor, la mirada en el basto horizonte que comenzaba a colorearse de anaranjado y en los labios pegajosos, el eco de un aroma a nieve de limón.