La carretera estaba iluminada con el extraño reflejo de las densas nubes que en el horizonte anunciaban un aguacero descomunal. Avanzaba con mi vehículo a gran velocidad. De repente, una cortina de agua cubrió la camioneta. Me coloqué atrás de un autobús que se desplazaba lentamente. En ciertos tramos a duras penas lograba mantener contacto visual con él, tanta era la lluvia. Después supe que una tormenta tropical azotaba el golfo de México. En el momento, los músculos de mi mandíbula estaban contraídos como cuando vas al dentista. Lo importante era salir ilesa de esa carretera. Y así fue, de repente todo cesó y atrás quedó la mancha de cúmulos de tonos violetas y negros, con rayos que saltaban en toda dirección, como un caldo primigenio. Ese fue el motivo del retraso. Cuando llegué al desierto la tarde estaba cayendo y aunque traté de darme prisa, no se le puede ganar al tiempo. Quería internarme en el encanto, recoger leña y hacer un campamento en un sitio especial que conozco, desde donde se ve el Quemado majestuoso y la sierra de Catorce completa. Donde un mezquite se encuentra solitario en medio de una pequeña pradera llena de flores violetas, donde el viento se desliza suave entre los arbustos, y un coyote tiene su madriguera y donde sabía que las notas de la guitarra iban a acompañarme durante la noche. Pero resulta que en medio de la nada, en un inesperado momento, la camioneta dejó de funcionar. Se detuvo en seco, ni siquiera pude orillarme. No quiso arrancar. Allá a lo lejos, por el rumbo de Poblazón, se veía venir otro aguacero torrencial. En ese momento salió a flote mi endemoniado carácter (porque a veces sí soy diabla) y me enojé con todo y contra todo, me faltó darle puntapiés a las piedras, sólo porque preferí las llantas nada más por blanditas. Entonces, miré alrededor, la noche ya encima, los relámpagos anunciando la inminente tormenta. Aproximadamente a unos quinientos metros a la derecha, vi unas pequeñas construcciones y hacia allá dirigí mis pasos. Se trataba de un sitio muy especial. Cuatro casas, dirigidas a los cuatro puntos cardinales. Cada una de ellas hospedaba un elemento. Agua, fuego, tierra y aire. Y a un costado, un enorme círculo de piedra. Llamé saludando, el sitio parecía desierto. Cuando de una puerta mosquitera asomó la cara de una mujer. Así fue como conocí a Inmaculada. Me dio asilo, me recibió muy amablemente y me dijo que podía pasar la noche allí, así que regresé a la camioneta por las cosas. Ya estaba un poquito más calmada pero no mucho. Cargué con todo, bolsa de dormir, vino y comida. Faltaba poco para llegar a las casas, caminaba a grandes zancadas, enojada con el destino cuando de repente y sin saber como, mi pie se apoyó mal contra una gobernadora y di una voltereta en el aire, quedando completamente extendida de espaldas en la tierra, con la sensación de no saber cómo llegué allí. Creo que fue el viento a darme un vuelco. Y de repente todo el humor negro se fue y me empecé a reír. No sólo del estrépito que hice al caer con todo y guitarra y de la cómica postura en que quedé, sino de que en realidad una mano invisible me tomó de las piernas y logró con ese giro que cambiara completamente mi estado de ánimo. Claro, cuando suceden estas cosas es mejor dejarse ir, cuándo lo entenderé. Dolía allí donde la gobernadora me raspó, pero seguí contenta hacia las construcciones y cuando estaba poniendo un pie en la entrada comenzó a llover. ¿En cual casa deseas dormir, me dijo mi anfitriona? En la del agua, contesté sin titubear. El agua es mi elemento y cuando estoy en ella experimento una complicidad sin paragón. Y pensar que hace millones de años esto era un mar, todo lo que me rodea ahora era azul. Azul intenso, azul, azul.
Acomodé el nido y volví a la cocina con esa agradable mujer. Cenamos, bebimos ese vino delicioso, conversamos de tantas cosas, fue un rato apaciguador. Luego me despedí y me retiré a mis aposentos. No podía creerlo, me sentía como una reina. Las velas parecerían irradiar más calor, el olor a tierra mojada se introducía por los resquicios de la ventana. La lluvia golpeteaba en el techo de tierra. Sentí que no estaba sola. Los muros de adobe resplandecían, como si cientos de diminutas estrellas hubieran quedado incrustadas allí. Poco a poco fui adentrándome en la tierra de los sueños. Estaba acurrucada al calor de las sábanas, cuando apareció él. Un ser delicado y encantador, casi frágil. Un dragón y mariposa pero con alas de ángel. Se acercó, me puso la mano en la frente y me dijo “Azul siempre has sido, fénix que renace cada vez, tus alas crecerán de nuevo y la luz que llevas dentro brillará más fuerte que nunca, porque jamás te cansaste de luchar” Quise tomarlo en mis brazos, acariciar sus alas, pero no se puede poseer un ángel. Le pregunté ¿Por qué se ve en tus ojos la tristeza? Pero no me quiso responder. Te regalo esta pluma dorada, le dije. Cuando te sientas solo, acaricia tu piel con ella, y verás que te cubrirá de partículas mágicas, que te darán fuerza y calor. (I gave my love a golden feather, I gave my love a cristal heart. And when you find a golden feather, it’s mean you’ll never lose your way back home) Una chispa brilló en su mirada, mientras susurraba: Es un hermoso regalo, jamás podré olvidarlo. En un parpadeo ya había desaparecido. Dormí como una niña. Al despertar, momentos antes del alba, salí de la Casa del Agua. A mí alrededor todo era fuego, un rojo intenso iluminaba las montañas. La lluvia había dejado el desierto completamente empapado. Plastas de lodo se incrustaban en mis botas. Fui a la cocina para calentar el agua del mate y luego del desayuno, dirigí mis pasos a la casa del fuego, donde estaba Inmaculada. Le agradecí todas sus atenciones y volví hacia la camioneta. De allí caminando al pueblo más cercano, a conseguir quien me ayudara con la mecánica. En la estación encontré a Esteban, un hombre que tiene un auto viejo, con las vestiduras del techo inexistentes y una amplia sonrisa. Me dijo, soy un fanático de las Chivas, así que si le vas al América dímelo ahora mismo para no ayudarte. Le dije que no se preocupara, que no me gusta el fútbol pero que seguramente no soy fan del América. Mover la camioneta fue más complicado de lo que parecía, la batería estaba muerta, así que tuvimos que empujar. Lo hicimos varias veces pero como la vía estaba llena de lodo fue imposible hacerla funcionar. Nuestra ropa ya era de color café cuando de repente se escuchó un corrido de Los Tigres del Norte y el rugido de un potente motor. Comencé a correr agitando los brazos y así fue como conocí a Don Félix. Su vehículo color vino era muy grande. El se bajó sonriente, recién bañado, vestido con un sombrero nuevo y una hebilla enorme sobresaliendo de su cinturón pitiado. Es que voy a los gallos, me dijo. Por suerte tenía cables, me pasó corriente y me acompañó hasta el pueblo. Allí busqué la tiendita de Don Gumaro, el único que vende baterías, pero ya se le habían acabado. Tuve que seguir a la otra estación donde compré una nueva, pero resulta que no era eso, que era el acumulador. Seguí de regreso a Real, ya cansada de la historia de la mecánica, que por cierto no se me da. La noche estaba cayendo y no había luna. La oscuridad comenzó a rodearme y las luces de la camioneta no iluminaban nada. Saqué por la ventana mi lámpara de pila y con ella fui alumbrando el camino. La batería de la música portátil funcionaba aún, por lo que los acordes de Jean LeLoup me fueron acompañando. Cuando estacioné, estaba empezando a llover de nuevo. Alcé el rostro dejando que las gotas de agua me limpiaran las fatigas del viaje.