Nadie puede estar seguro de que su cuerpo no sea una planta que la tierra ha creado para dar un nombre a sus deseos
L. Becker
Dijimos que íbamos a partir temprano, pero entre la fiesta del pueblo y el insomnio, nos agarró la mañana un poco avanzada. Salí con prisa pues los demás esperaban y eso me pone siempre nerviosa, así que tuve que terminar de embadurnarme la crema protectora en el jeep. En la sierra el sol es tremendo y si no me cuido me salen ampollas. El conductor intentó poner algo de música pero el resto de la comitiva protestó, se estaba tan bien en el silencio, escuchando sólo el run run del motor. Fuimos por gasolina y seguimos con rumbo a San José. Pasamos frente a la estatua del santo con los brazos extendidos que mira al infinito. Llegamos a La Tolva, un lugar en medio del bosque, sí, bosque-desierto maravilloso que comienza conforme vas subiendo hacia las montañas. El contraste es estupendo, cedros y nopales, cactus y palmas mezclados en lo que para nosotros es un verde lujurioso (imagínense). El clima allí ya era diverso, un vientecillo helado recorría los árboles, que se acunaban al ritmo de esa caricia. Los restos de un antiguo funicular y la construcción de madera entre el follaje reflejaban el pasado. Hubo un tiempo que por allí pasó mucha plata, demasiadas personas trabajaron dejando allí la piel para poder extraer de la tierra el mineral. El suelo estaba lleno de piñas curiosas pues su forma no es cónica, parecen rebanadas de fractales. Junté varias, me agradó su forma y el modo como destellaban los cristales de resina con los rayos de sol que se filtraban entre las hojas. Íbamos todos muy contentos, en un estado de ánimo relajado y alegre. Volvimos al vehículo y seguimos subiendo, pasamos por un poblado llamado Jesús y luego llegamos al ranchito de doña Oralia, quien nos vendió unos quesos de chiva y unas tortillas de maíz recién hechas. Llegamos a una desviación y el piloto nos informó que por ese rumbo viven tres monjas. Mujeres ascetas que llevan allí más de quince años, haciendo una vida apartada del resto del mundo. Nosotros continuamos, llegamos a El Pastor, pasamos junto a una cabaña abandonada que parecía la casa de Heidi y luego de una cima donde se sentía que el mundo iba a terminar en el vacío, se extendió ante nuestros ojos una vista espectacular. Una hermosa pradera llena de flores violetas, amarillas y blancas. Subimos una verde colina donde pastaban una manada de caballos y estacionamos el vehículo en la cumbre. Allí, cada quien agarró una dirección diferente. Yo me fui corriendo hacia las flores. Como que la brújula y el sextante interiores me guiaron directamente allá. El frio era intenso, pero gracias a la chamarra de piel de borrego que me habían prestado, estaba protegida. Al llegar, el primer impulso fue quitarme los zapatos y caminar descalza en la hierba. Por allí andaba un chivero, así que busqué un punto escondido y más bien me quité todo. Así como vine al mundo, dejé que el sol me acariciara la piel y despertara aquellas partes más sensibles que siempre están cubiertas por la ropa. Fue sensacional. Ya no sentía frio, solo un hermoso efecto de comunión indivisible, de ser parte de un misterio, de palpitar al ritmo de la energía universal. Cerré los ojos y nos conjeturé a todos los seres polvo de estrellas. También imaginé que un Centauro yacía junto a mí y soplaba su cálido aliento en mis pestañas ¡Electrizante! Al rato, se acercaron las chivas y tuve que vestirme rápidamente, el pobre pastor ¡se hubiera llevado un buen susto! Volví a caminar y encontré un punto alto desde donde se veía todo el valle. Esas flores violetas se llaman cosmos, y tienen los pistilos amarillos. Los rayos solares ya se inclinaban y daban directamente en sus colores. El viento entre ellas las hacía danzar en una sinfonía perfecta. Entrecerrando los párpados, se veían como afluentes de energía. Allí me di cuenta de que estaban susurrando a los ojos, puede parecer una contradicción pero no lo es. ¿Nunca te han murmurado a los ojos? Es increíble. Al rato fueron llegando los demás. Se rieron mucho cuando les expliqué el concepto. Estás un poco loca, me dijeron. Pero yo les aseguré que no, que simplemente se trata de una realidad paralela. Nos dedicamos a disfrutar del concierto del cosmos. Otro regalo más. La magia está en saber reconstruir esos momentos cuando te enfrentas al cotidiano, cuando debes trabajar y estás cansado, cuando uno de tus niños está enfermo, cuando ves la injusticia del mundo o alguien que amas muere cerca de ti. Cuando ves el egoísmo o te sientes incomprendido, cuando la violencia te roza y el vacío se apodera de todo. Hay que danzar con las flores, hay que ser niños y dejar retozar al alma en el violeta. Seguir puliendo el diamante que todos tenemos dentro.
La tarde fue cayendo y emprendimos el regreso. Muchas cuevas en las montañas, aire helado, polvo dorado en el camino. Un grupo de niños a la orilla de un acantilado con sus bicicletas. Una parada en la tiendita de Pantaleón por una cerveza, la visión de un campesino con sus zapatos gastados, la espalda curva y el sombrero de ala ancha. Y esa carretera recta que seguía hacia el horizonte, donde el disco del sol purpúreo, continuaba evocando en nuestros ojos el maravilloso susurro violeta de los cosmos en la pradera.
L. Becker
Dijimos que íbamos a partir temprano, pero entre la fiesta del pueblo y el insomnio, nos agarró la mañana un poco avanzada. Salí con prisa pues los demás esperaban y eso me pone siempre nerviosa, así que tuve que terminar de embadurnarme la crema protectora en el jeep. En la sierra el sol es tremendo y si no me cuido me salen ampollas. El conductor intentó poner algo de música pero el resto de la comitiva protestó, se estaba tan bien en el silencio, escuchando sólo el run run del motor. Fuimos por gasolina y seguimos con rumbo a San José. Pasamos frente a la estatua del santo con los brazos extendidos que mira al infinito. Llegamos a La Tolva, un lugar en medio del bosque, sí, bosque-desierto maravilloso que comienza conforme vas subiendo hacia las montañas. El contraste es estupendo, cedros y nopales, cactus y palmas mezclados en lo que para nosotros es un verde lujurioso (imagínense). El clima allí ya era diverso, un vientecillo helado recorría los árboles, que se acunaban al ritmo de esa caricia. Los restos de un antiguo funicular y la construcción de madera entre el follaje reflejaban el pasado. Hubo un tiempo que por allí pasó mucha plata, demasiadas personas trabajaron dejando allí la piel para poder extraer de la tierra el mineral. El suelo estaba lleno de piñas curiosas pues su forma no es cónica, parecen rebanadas de fractales. Junté varias, me agradó su forma y el modo como destellaban los cristales de resina con los rayos de sol que se filtraban entre las hojas. Íbamos todos muy contentos, en un estado de ánimo relajado y alegre. Volvimos al vehículo y seguimos subiendo, pasamos por un poblado llamado Jesús y luego llegamos al ranchito de doña Oralia, quien nos vendió unos quesos de chiva y unas tortillas de maíz recién hechas. Llegamos a una desviación y el piloto nos informó que por ese rumbo viven tres monjas. Mujeres ascetas que llevan allí más de quince años, haciendo una vida apartada del resto del mundo. Nosotros continuamos, llegamos a El Pastor, pasamos junto a una cabaña abandonada que parecía la casa de Heidi y luego de una cima donde se sentía que el mundo iba a terminar en el vacío, se extendió ante nuestros ojos una vista espectacular. Una hermosa pradera llena de flores violetas, amarillas y blancas. Subimos una verde colina donde pastaban una manada de caballos y estacionamos el vehículo en la cumbre. Allí, cada quien agarró una dirección diferente. Yo me fui corriendo hacia las flores. Como que la brújula y el sextante interiores me guiaron directamente allá. El frio era intenso, pero gracias a la chamarra de piel de borrego que me habían prestado, estaba protegida. Al llegar, el primer impulso fue quitarme los zapatos y caminar descalza en la hierba. Por allí andaba un chivero, así que busqué un punto escondido y más bien me quité todo. Así como vine al mundo, dejé que el sol me acariciara la piel y despertara aquellas partes más sensibles que siempre están cubiertas por la ropa. Fue sensacional. Ya no sentía frio, solo un hermoso efecto de comunión indivisible, de ser parte de un misterio, de palpitar al ritmo de la energía universal. Cerré los ojos y nos conjeturé a todos los seres polvo de estrellas. También imaginé que un Centauro yacía junto a mí y soplaba su cálido aliento en mis pestañas ¡Electrizante! Al rato, se acercaron las chivas y tuve que vestirme rápidamente, el pobre pastor ¡se hubiera llevado un buen susto! Volví a caminar y encontré un punto alto desde donde se veía todo el valle. Esas flores violetas se llaman cosmos, y tienen los pistilos amarillos. Los rayos solares ya se inclinaban y daban directamente en sus colores. El viento entre ellas las hacía danzar en una sinfonía perfecta. Entrecerrando los párpados, se veían como afluentes de energía. Allí me di cuenta de que estaban susurrando a los ojos, puede parecer una contradicción pero no lo es. ¿Nunca te han murmurado a los ojos? Es increíble. Al rato fueron llegando los demás. Se rieron mucho cuando les expliqué el concepto. Estás un poco loca, me dijeron. Pero yo les aseguré que no, que simplemente se trata de una realidad paralela. Nos dedicamos a disfrutar del concierto del cosmos. Otro regalo más. La magia está en saber reconstruir esos momentos cuando te enfrentas al cotidiano, cuando debes trabajar y estás cansado, cuando uno de tus niños está enfermo, cuando ves la injusticia del mundo o alguien que amas muere cerca de ti. Cuando ves el egoísmo o te sientes incomprendido, cuando la violencia te roza y el vacío se apodera de todo. Hay que danzar con las flores, hay que ser niños y dejar retozar al alma en el violeta. Seguir puliendo el diamante que todos tenemos dentro.
La tarde fue cayendo y emprendimos el regreso. Muchas cuevas en las montañas, aire helado, polvo dorado en el camino. Un grupo de niños a la orilla de un acantilado con sus bicicletas. Una parada en la tiendita de Pantaleón por una cerveza, la visión de un campesino con sus zapatos gastados, la espalda curva y el sombrero de ala ancha. Y esa carretera recta que seguía hacia el horizonte, donde el disco del sol purpúreo, continuaba evocando en nuestros ojos el maravilloso susurro violeta de los cosmos en la pradera.