…nos echamos a caminar por las calles
como por una recuperada heredad,
y en los cristales hubo generosidades de sol
y en las hojas lucientes
dijo su trémula inmortalidad el estío.
Jorge Luis Borges
como por una recuperada heredad,
y en los cristales hubo generosidades de sol
y en las hojas lucientes
dijo su trémula inmortalidad el estío.
Jorge Luis Borges
Ando lejos de mi querido desierto. Llegué hace un par de días a Buenos Aires y me recibió una oleada de calor. Qué delicia sacar la ropa de verano, recorrer las nostálgicas calles de esta ciudad, echar unos buenos tacos de ojo. Como dice mi hermana ¡se antoja probar si los bombones son tan esponjosos como parecen! Escuchar otro acento en la voz, salir a comprar yerba mate y no saber cuál escoger. Buscando en cada esquina o cada rincón un eco de la infancia, amordazando el sabor de un alfajor de chocolate relleno de dulce de leche, dejando que el vino tinto local se deslice por esta garganta con ganas de experimentar nuevos sabores. Pasar por una esquina y sentir el aroma del asado en las parrillas. Comprar empanadas en el local de aquí abajo, en la Avenida de Las Heras y sentir la brisa fresca que viene del río.
Emma, la chica inglesa que se hospeda en el mismo departamento de la Recoleta y yo, salimos alrededor del mediodía con rumbo a La Boca, nos habían dicho que tomáramos el colectivo numero 10. Al subir, le explicamos al conductor nuestro destino y le pedimos que nos avisara cuando llegáramos. En mala hora. El hombre se olvidó y nos dejó lejísimos. Decidimos caminar y nos internamos en un barrio “bravo” de Buenos Aires, creo que fue suerte de principiantes y candidez lo que evitó algún percance. En un balcón encontramos a un señor sin playera, luciendo una gran barriga, tomando mate. Le pedí permiso para fotografiarlo y aceptó risueño. En las aceras, la gente conversaba con el infaltable termo a veces o con la jarra de agua fría para la bebida típica de la conversación argentina, con las sillas del comedor expuestas en la calle. Empecé a sentir algo raro, cuando una señora se nos acercó y dijo tengan cuidado, este es un lugar peligroso, sigan derecho y váyanse muy rápido, porque las pueden asaltar en cualquier momento. Nosotras, dos güeras pedidas, a todas luces fuereñas. Agarré los billetes grandes y me los escondí en el pantalón. Guardé la cámara y seguimos a paso acelerado. Sudando, llegamos por fin a la República libre y soberana de La Boca y respiramos aliviadas. Fue un enorme contraste, porque siendo domingo, donde comienza El Caminito, la calle estaba atestada de turistas de todas las nacionalidades. Restaurantes ofreciendo bife de chorizo, vino y pasta. Tarimas donde bailarines semi profesionales se mecían al ritmo de tango, milonga y chacarera. De lo más artificial. Los conventillos, esas vecindades llenas de color, antaño refugio de inmigrantes, ahora convertidas en ateliers, tiendas de artesanías y bares. Emma y yo nos sentimos un poco mareadas. No me gustan esos lugares, así que seguimos buscando algo diferente y hete aquí que el destino nos llevó El Samovar de Rasputín. Sedientas y acaloradas, escogimos la sombra del interior y pedimos raviolis con tuco y agua mineral. Un hombre entrado en años, con lento andar, sudando, entró al local y pidió permiso para pasar al baño, quién sabe qué sentí cuando lo vi. Como que tenía algo especial. Se sentó en la mesa próxima y empezamos a conversar. Se llama Horacio Pollini. Al poco rato se unió Napo, el propietario del lugar. A este hombre le faltan algunos dientes, es guitarrista y tiene el local tapizado de fotografías con Keith Richards, Erick Clapton y varios famosos. Y Lito, el cuidador del museo de Quinquela, vive en la Boca pero le va al River. Y otro hombre llamado Julio, un argentino encantador, un poco gordito, con acento cien por ciento porteño. La plática fluyó sabrosa con estos personajes. Un privilegio. Natalia y María, las meseras, iban y venían en el trajín del domingo. Horacio soltaba una refrescante carcajada de vez en cuando. Al poco rato, pidió papel y lápiz y comenzó a dibujar. Yo trataba de traducirle a Emma la esencia de la conversación. Julio se comía un bife con papas fritas mientras nosotras saboreábamos una Quilmes bien helada. Estuvimos horas en el Samovar, hasta conocimos a Botella, una perra enana y a la gata Anastasia, que se la pasaba cazando a una incauta libélula que se había colado en el local y trataba de escapar por la ventana. Al salir, Horacio nos regaló dos dibujos maravillosos. Y las chicas nos dijeron que éramos muy afortunadas, pues él es un artista muy reconocido de la ciudad. Nos despedimos de todos con chispas en los ojos, de verdad fue una tarde mágica. Luego, seguimos rumbo al museo de Quincalla, un pintor emblemático de La Boca. Este hombre, huérfano desde pequeño, fue adoptado por unos carboneros y creció en el barrio. Llegando a alcanzar fama internacional, expuso en las principales capitales del mundo. Se dedicó a ilustrar los barcos, los astilleros y la vida en el río. Una maravilla. Lito nos acompañó a ver los botes que te llevan a la isla de Maciel, aunque nos recomendaron no cruzar por ningún motivo, pues se trata de otro barrio “bravo” de Buenos Aires o “villas miseria” como los llaman aquí. Salimos de La Boca y dirigimos nuestros pasos al Parque Lezama. Estaba lleno de familias tomando mate en el pasto, de niños correteando, de chavos tocando guitarra, de perros comiendo ajeno. De gritos y alegría. Un hombre mayor hacía ejercicio mostrando músculo frente a nosotras. Vestido únicamente con un pantalón corto, resoplaba exhibiendo fuerza. Al lado, tres bellezas, dos rubias y una morena, platicaban de hombres, hijos y percances de la vida. Entre los árboles se veían las hermosas cúpulas azules de la iglesia Ortodoxa Rusa. Fuimos por un helado. El vendedor cargaba con cinco cajitas de hielo seco. Tenía la cara picada por el acné y una sonrisa brillante. Un helado de frutilla (frutisha) con crema para la mexicana, dijo. Y usted ¿cómo lo supo? Es tu cara nena, enseguida se ve que no sos de acá.
Emma, la chica inglesa que se hospeda en el mismo departamento de la Recoleta y yo, salimos alrededor del mediodía con rumbo a La Boca, nos habían dicho que tomáramos el colectivo numero 10. Al subir, le explicamos al conductor nuestro destino y le pedimos que nos avisara cuando llegáramos. En mala hora. El hombre se olvidó y nos dejó lejísimos. Decidimos caminar y nos internamos en un barrio “bravo” de Buenos Aires, creo que fue suerte de principiantes y candidez lo que evitó algún percance. En un balcón encontramos a un señor sin playera, luciendo una gran barriga, tomando mate. Le pedí permiso para fotografiarlo y aceptó risueño. En las aceras, la gente conversaba con el infaltable termo a veces o con la jarra de agua fría para la bebida típica de la conversación argentina, con las sillas del comedor expuestas en la calle. Empecé a sentir algo raro, cuando una señora se nos acercó y dijo tengan cuidado, este es un lugar peligroso, sigan derecho y váyanse muy rápido, porque las pueden asaltar en cualquier momento. Nosotras, dos güeras pedidas, a todas luces fuereñas. Agarré los billetes grandes y me los escondí en el pantalón. Guardé la cámara y seguimos a paso acelerado. Sudando, llegamos por fin a la República libre y soberana de La Boca y respiramos aliviadas. Fue un enorme contraste, porque siendo domingo, donde comienza El Caminito, la calle estaba atestada de turistas de todas las nacionalidades. Restaurantes ofreciendo bife de chorizo, vino y pasta. Tarimas donde bailarines semi profesionales se mecían al ritmo de tango, milonga y chacarera. De lo más artificial. Los conventillos, esas vecindades llenas de color, antaño refugio de inmigrantes, ahora convertidas en ateliers, tiendas de artesanías y bares. Emma y yo nos sentimos un poco mareadas. No me gustan esos lugares, así que seguimos buscando algo diferente y hete aquí que el destino nos llevó El Samovar de Rasputín. Sedientas y acaloradas, escogimos la sombra del interior y pedimos raviolis con tuco y agua mineral. Un hombre entrado en años, con lento andar, sudando, entró al local y pidió permiso para pasar al baño, quién sabe qué sentí cuando lo vi. Como que tenía algo especial. Se sentó en la mesa próxima y empezamos a conversar. Se llama Horacio Pollini. Al poco rato se unió Napo, el propietario del lugar. A este hombre le faltan algunos dientes, es guitarrista y tiene el local tapizado de fotografías con Keith Richards, Erick Clapton y varios famosos. Y Lito, el cuidador del museo de Quinquela, vive en la Boca pero le va al River. Y otro hombre llamado Julio, un argentino encantador, un poco gordito, con acento cien por ciento porteño. La plática fluyó sabrosa con estos personajes. Un privilegio. Natalia y María, las meseras, iban y venían en el trajín del domingo. Horacio soltaba una refrescante carcajada de vez en cuando. Al poco rato, pidió papel y lápiz y comenzó a dibujar. Yo trataba de traducirle a Emma la esencia de la conversación. Julio se comía un bife con papas fritas mientras nosotras saboreábamos una Quilmes bien helada. Estuvimos horas en el Samovar, hasta conocimos a Botella, una perra enana y a la gata Anastasia, que se la pasaba cazando a una incauta libélula que se había colado en el local y trataba de escapar por la ventana. Al salir, Horacio nos regaló dos dibujos maravillosos. Y las chicas nos dijeron que éramos muy afortunadas, pues él es un artista muy reconocido de la ciudad. Nos despedimos de todos con chispas en los ojos, de verdad fue una tarde mágica. Luego, seguimos rumbo al museo de Quincalla, un pintor emblemático de La Boca. Este hombre, huérfano desde pequeño, fue adoptado por unos carboneros y creció en el barrio. Llegando a alcanzar fama internacional, expuso en las principales capitales del mundo. Se dedicó a ilustrar los barcos, los astilleros y la vida en el río. Una maravilla. Lito nos acompañó a ver los botes que te llevan a la isla de Maciel, aunque nos recomendaron no cruzar por ningún motivo, pues se trata de otro barrio “bravo” de Buenos Aires o “villas miseria” como los llaman aquí. Salimos de La Boca y dirigimos nuestros pasos al Parque Lezama. Estaba lleno de familias tomando mate en el pasto, de niños correteando, de chavos tocando guitarra, de perros comiendo ajeno. De gritos y alegría. Un hombre mayor hacía ejercicio mostrando músculo frente a nosotras. Vestido únicamente con un pantalón corto, resoplaba exhibiendo fuerza. Al lado, tres bellezas, dos rubias y una morena, platicaban de hombres, hijos y percances de la vida. Entre los árboles se veían las hermosas cúpulas azules de la iglesia Ortodoxa Rusa. Fuimos por un helado. El vendedor cargaba con cinco cajitas de hielo seco. Tenía la cara picada por el acné y una sonrisa brillante. Un helado de frutilla (frutisha) con crema para la mexicana, dijo. Y usted ¿cómo lo supo? Es tu cara nena, enseguida se ve que no sos de acá.