Lo primero que hice al volver fue sentarme en una de las bancas de la plaza. El cielo era de un azul intenso, poderoso, como sólo en las alturas de Real puede lucir. Un viento frío aleteaba alrededor, trayendo aromas conocidos: fuego encendido, ropa recién lavada, maíz tostado, aceite de carro, alfalfa fresca, botones de rosa, frijoles hirviendo en la olla, pan horneándose, excremento de caballo... Un cachorro de color marrón con la cola y una de las patas negras, jugueteaba cerca de la fuente. Mis niños fueron a traer un café. El sol reverberaba en las baldosas de piedra. Al rato pasó un conocido, se detuvo a detallar que feo ve las cosas, quejándose de la vida, de los malos momentos, de la locura de las personas. ¿No tienes algo bonito para contar? Le pregunté. No por ahora, dijo y siguió su camino. Poco después llegó otro amigo, hablando de la prisa que tenía, que el tiempo no le alcanza para nada, que ya se tenía que ir. Abrazada a mis muchachos, observaba divertida el trajín de la gente. Los caballerangos buscando algún cliente, las empleadas de la esquina echando agua en la banqueta, Chuya colgando bufandas afuera de su tienda, Márgaro esperando algunos para llevar en su jeep a Estación Catorce, niños saliendo del jardín con sus mamás, los muchachos del camión de la basura con su cencerro, los cargadores del mini súper bajando costales, Thomas con alguna herramienta en la mano, unos mochileros llegando desde la cuesta…
El café estaba delicioso. Observando a mis dos estrellas, tan crecidas ya, me sentí orgullosa de saberlos independientes, de verlos bien plantados a pesar de la ausencia. Llenándome los ojos de este pueblo en el cual he vivido los últimos quince años, quise que lo cotidiano me envolviera como un cálido manto, pero cuando has bebido ciertas pociones, eso ya no funciona completamente. Sin embargo, una sensación de plenitud me embargaba. La verdad es que volví tan feliz, tan llena de luz, tan agradecida. Así estaba, en la ensoñación, cuando apareció alguien más. Uno de esos afectos que surgieron por causa de la poesía, sus anécdotas de París, la soledad compartida, las comidas familiares, el amor a los libros. Al verme tan contenta me llamó soberbia y un hielo cubrió los lazos de la amistad. Porque si los amigos no se alegran con tu felicidad, si los sentimientos mezquinos se anidan en ella, no puede sobrevivir, perece retorcida bajo una enredadera de falsos augurios. O tal vez no, tal vez sólo somos lijas que nos raspamos unos a otros para moldearnos, como si fuéramos esculturas de madera sagrada. ¿Qué tal si los dioses nos traen a este mundo, a estos cuerpos prestados, pero en realidad nuestro espíritu es un trozo de madera en bruto, un tronco informe que va poco a poco lijando sus contornos en base a las experiencias vividas? ¿Cómo sería tu escultura?
Otro día, fuimos con los niños a visitar a los amigos del desierto. Me gustó ver el altiplano reverdecido por el efecto de las inesperadas lluvias invernales y el despertar que trae consigo la primavera. Un fuego en la casa del psiconauta, la deliciosa paella que hizo Guillermo, la guitarra, la voz de Melina, una mujer hermosa de Neuquén (Argentina siempre presente)…el taller de derechos humanos organizado por el filósofo, las fotos de Josef Koudelka que me trajo Bladi, la charla siempre estimulantemente psicomágica de Lalo, los perros correteando a las perras en celo, la cantinita de El Indio, el atardecer. Los tonos violetas, anaranjados, pinceladas fugaces que contrastaban con los árboles de ese bosquecillo de mezquites que está a la orilla del paisaje. Ramas retorcidas, troncos de diferente grosor. Una ilusión óptica producida por el viento y el color tal vez, hacía aparecer enmarañadas entre las siluetas, la figura de muchas manos con cinceles, moldeándose entre sí, a veces con suavidad, a veces encajándose con saña. Un ocaso hermoso, de esos que son ventanas en las cuales, si te dejas llevar, puedes atisbar por escasas fracciones de segundo el resplandor dorado del misterio.
El café estaba delicioso. Observando a mis dos estrellas, tan crecidas ya, me sentí orgullosa de saberlos independientes, de verlos bien plantados a pesar de la ausencia. Llenándome los ojos de este pueblo en el cual he vivido los últimos quince años, quise que lo cotidiano me envolviera como un cálido manto, pero cuando has bebido ciertas pociones, eso ya no funciona completamente. Sin embargo, una sensación de plenitud me embargaba. La verdad es que volví tan feliz, tan llena de luz, tan agradecida. Así estaba, en la ensoñación, cuando apareció alguien más. Uno de esos afectos que surgieron por causa de la poesía, sus anécdotas de París, la soledad compartida, las comidas familiares, el amor a los libros. Al verme tan contenta me llamó soberbia y un hielo cubrió los lazos de la amistad. Porque si los amigos no se alegran con tu felicidad, si los sentimientos mezquinos se anidan en ella, no puede sobrevivir, perece retorcida bajo una enredadera de falsos augurios. O tal vez no, tal vez sólo somos lijas que nos raspamos unos a otros para moldearnos, como si fuéramos esculturas de madera sagrada. ¿Qué tal si los dioses nos traen a este mundo, a estos cuerpos prestados, pero en realidad nuestro espíritu es un trozo de madera en bruto, un tronco informe que va poco a poco lijando sus contornos en base a las experiencias vividas? ¿Cómo sería tu escultura?
Otro día, fuimos con los niños a visitar a los amigos del desierto. Me gustó ver el altiplano reverdecido por el efecto de las inesperadas lluvias invernales y el despertar que trae consigo la primavera. Un fuego en la casa del psiconauta, la deliciosa paella que hizo Guillermo, la guitarra, la voz de Melina, una mujer hermosa de Neuquén (Argentina siempre presente)…el taller de derechos humanos organizado por el filósofo, las fotos de Josef Koudelka que me trajo Bladi, la charla siempre estimulantemente psicomágica de Lalo, los perros correteando a las perras en celo, la cantinita de El Indio, el atardecer. Los tonos violetas, anaranjados, pinceladas fugaces que contrastaban con los árboles de ese bosquecillo de mezquites que está a la orilla del paisaje. Ramas retorcidas, troncos de diferente grosor. Una ilusión óptica producida por el viento y el color tal vez, hacía aparecer enmarañadas entre las siluetas, la figura de muchas manos con cinceles, moldeándose entre sí, a veces con suavidad, a veces encajándose con saña. Un ocaso hermoso, de esos que son ventanas en las cuales, si te dejas llevar, puedes atisbar por escasas fracciones de segundo el resplandor dorado del misterio.