miércoles, 29 de septiembre de 2010

El despertar de Eros

Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.
Gabriela Mistral

Cuando llegué al palenque, un aroma de sensualidad se elevaba entre el resplandor del humo y las luces del espectáculo que se estaba presentando. Un grupo de mujeres con maravillosos vestidos, bailaban una fusión de danza española y mexicana. Una de ellas, la maestra y líder del conjunto era la mayor. Se movía con una sensualidad atrevida, experimentada. Otras eran muy jóvenes y lo hacían con candor y a la vez con mirada provocadora. Los vestidos, entallados hasta las caderas, los vuelos de las faldas, las medias negras transparentes, los zapatos de tacón. Puedo decir que todos los asistentes se encontraban subyugados por esa fiesta de sensualidad. Dicen mis amigos que a los hombres el deseo les entra por la vista y esa noche sus pupilas brillaban. Por eso la energía en el palenque era ya un augurio. Terminó la danza y nos juntamos un grupito a decidir qué hacer, nadie quería dormir. Decidimos inventar un recorrido por los “antros” de Real de Catorce. Primero, la decisión fue ir a la cantina del pueblo. Es una habitación larga y de techos altos, llena hasta el tope de fotografías de mujeres desnudas y banderas de equipos de fútbol. Incluso hay unas litografías que representan penes caminando. Nos sentamos con una cerveza. Allí estaban los muchachos de la cañada, el masajista, los artesanos, unos visitantes con rastas, y hasta el doctor del pueblo. Los más hambrientos pidieron unos taquitos en el puesto de afuera. De allí seguimos otros bares (sólo hay dos). Pero queríamos un poco más de movimiento. Supimos que ese sábado había una boda y como se acostumbra que aquí entren todos aunque no hayan sido invitados ni conozcan a los novios, nos fuimos hacia el salón Sueño del Recuerdo. Encontramos a los policías apoyados en el barandal frente a la puerta con ganas de estar allá adentro. Una marea de gente bailaba. Un olor de amasijo humano me golpeó el rostro cuando nos fuimos acercando a la pista de baile. Observaba a las parejas alrededor, primero para saber cómo bailar y luego por pura curiosidad. Algunos estaban muy borrachos y zapateaban solos. Las mujeres con pantalones apretados, botas o tacones, los hombres con hebilla grande, sombrero. Tenían el cuerpo empapado de sudor. La marea de gente bailaba en círculo; las mujeres lo hacían hacia atrás mientras sus parejas avanzaban, acorralando, seduciendo. No podía creer la onda de erotismo que se percibía en la multitud. Sentí en la espalda una mirada intensa, me di vuelta lentamente y allí estaba ese hombre. Ojos verdes, penetrantes y en esa mirada un deseo que lo abarcaba todo. Ay caray…se me subió la adrenalina varios decibeles… sobre todo porque hace tiempo que entre él y yo existe una corriente química que se hizo latente desde aquella primera vez que nos encontramos en una reunión en el desierto y lo escuché hablar. Coincidirán mis amigas que a nosotras las mujeres el deseo nos entra por el oído. Admiro el modo en que fluyen de su boca las palabras cuando se dirige a la gente, cuando habla del amor a la tierra, cuando expresa con intensidad el sentido metafórico de la vida. Y esa noche, al calor de los mezcales, el baile y la buena conversación, digamos que la mesa estaba puesta para un banquete de exquisiteces. Sentados, hablábamos y nuestras cabezas se acercaban cada vez más. Su mano acariciaba mi pierna lentamente, mientras mis ojos se posaban en el deseo de sus pupilas. De repente, los amigos anunciaron que una compañera estaba encerrada en el baño. Fuimos a ver qué pasaba. Estaba tan alcoholizada que se quedó dormida en el retrete con las bragas y pantalones a media pierna. Entre varios la ayudamos y logramos sentarla en el suelo, estaba en estado comatoso. Mientras las miradas de todos estaban pendientes de la chica, una mano se deslizó por debajo de mi falda y fue subiendo lentamente por la curva de mis caderas. Paroxismo total entre dos frente a un grupo distraído por la muchacha que vomitaba y reía. Finalmente, entre varios la cargaron desmayada y empezaron a salir del baño. Siguiéndolos, yo también iba saliendo cuando él me retuvo por el codo, me empujó contra la pared y nos dimos un beso lento, húmedo, cálido, tan sensual que lo abarcaba todo. Su aliento fue recorriendo el contorno de mi rostro, sus dedos delicados me tocaban esos cabellos minúsculos que nacen en la base de la nuca, mientras que mis manos se posaban su pecho. Sin embargo, nuestros cuerpos estaban inmóviles, completamente unidos por una fuerza mayúscula, que con efervescencia me iba llenando el vientre de estrellas. La atmósfera cargada de sensualidad se quebró en el instante en que una mujer entró mirándonos con diversión. Volvimos a la fiesta. El grado de alcohol se fue elevando con el transcurrir de la noche y mira lo que son las cosas de la vida, que mi romeo se quedó dormido en una silla, mientras yo hablaba con los amigos acerca de las diferentes percepciones de la realidad. Con la metáfora a medias, me fui a casa. Observé la neblina del alba entre las calles empedradas. Al llegar, estiré mi cuerpo en esa cama de sábanas frías. ¡RAYOS! pensé. Opciones: Una ducha de agua helada, un chapuzón en el arroyo, un orgasmo solitario, un libro de física cuántica que me explique lo de las moléculas, las feromonas y las reacciones químicas. El viento se detiene en el vértigo, arranca mi piel en destellos de luz. Cuando regreso, despeinada y maltrecha, me sonríes desde la blancura de una página (fragmento Miguel Oscar Menassa). O simplemente reír un poquito de la comicidad del asunto. Recordar que el erotismo es poesía y que su despertar nos llena el cuerpo de una corriente vital. Lástima que esa noche, se me quedó en pura teoría.



viernes, 3 de septiembre de 2010

Nautilus

Luego del viaje al sur ha sido necesario un reajuste de neuronas y de moléculas en el espacio-tiempo del desierto. La vida es un caleidoscopio cuya única certeza es la impermanencia de las cosas. Todo se encuentra en constante movimiento y hay que ser flexible para adaptarse a los cambios. Vivir el presente y todo eso. Hace unos días venía subiendo al Real por el empedrado. Iba con los niños escuchando música. A toda máquina como diría el capitán Nemo, en el Nautilus catorceño de la familia: camioneta blanca con la pintura descascarada en la puerta de atrás, calavera izquierda rota, estéreo con casetes y una madera sosteniéndolo, asiento descosido, plumas y cristales colgando del espejo retrovisor, mate y termo de emergencia abajo del asiento, casita en miniatura pegada sobre el tablero, cables salidos en la cabina, manchas de grasa en las puertas, ruidos de matraca por doquier, pero eso sí…corre como un Ferrari. Decía, iba con los niños hacia casa cuando pasé encima de una serpiente enroscada en el camino. Apliqué los frenos y patinando nos detuvimos. De reversa nos acercamos a ella. Abrimos las puertas para ver ese hermoso espectáculo. Era una cascabel grandísima. En eso apareció otro vehículo y le hicimos señas desesperadas al conductor para que redujera la velocidad. El señor pasó despacio junto a nosotros y nos miró como si fuéramos extraterrestres. Se trata de un hermoso ejemplar, mírelo. Pero el no logró distinguirlo en el empedrado y siguió la marcha. La víbora se fue desenroscando de a poquito y majestuosamente salió de la carretera para internarse en los arbustos. Qué regalo, la vimos muy de cerca. Luego, continuamos. Pechereque, un personaje catorceño de lo más interesante, nos pidió aventón para el pueblo. Tenía un costal con maíz. Él fue uno de los que perdió su casa con las lluvias de julio. Nos adentramos en el túnel que aún se encuentra en reparación y recordé ese día cuando una ola de tres metros invadió la galería y se llevó más de la mitad del estacionamiento de Ogarrio, con carros y todo. Cuando para atravesarlo el agua llegaba a más de un metro y tapaba los faros y debías hacerlo sólo en una camioneta grande. Una visión apocalíptica. Nunca hubo tanta agua, aseguraron los ancianos. El pueblo quedó incomunicado durante un par de días. En momentos como ese te das cuenta de que nuestras vidas son tan pequeñitas, que esto que estamos experimentando es tan sólo un instante. No hay certezas. Sobra el agua en el desierto mientras los corazones de algunos hermanos y hermanas se consumen de sed en sus desiertos internos. La realidad está llena de metáforas. Continuando por las calles empedradas, dejamos a Pechereque. Llevé a los niños a la casa y me fui con rumbo al cementerio. Allí me encontré nuevamente al señor que nos miró como extraterrestres en la carretera y a un muchacho sosteniendo orgulloso una cascabel muerta. La maté yo, dijo el chico. Ya ves, comentó el señor, ahí está tu cascabel. Bueno, al menos una se salvó. La serpiente, que para muchos representa la sabiduría, la infinita y ascendente energía vital que entrelaza la existencia de las cosas. Verla reducida así, a un amasijo de inerte, me produjo una melancólica desazón. Regresé al Nautilus y seguí navegando entre las brumas del atardecer, buscando en los recovecos de la memoria un resplandor de esperanza. Y recordé que aún existen espacios sagrados e infinitos océanos plagados de misterios, donde las serpientes, cual sirenas en los escollos, cantan hermosas y ancestrales melodías. Aguzando el oído, podemos escucharlas, aún en medio del ruido incesante de nuestros afanes.