...Y en el bautismo le enseñaron lo sagrado.
Recibió una caracola:
-Para que aprendas a amar el agua.
Abrieron la jaula de un pájaro preso:
-Para que aprendas a amar el aire.
Le dieron una flor de malvón:
-Para que aprendas a amar la tierra.
Y también le dieron una botellita cerrada:
-No la abras nunca, nunca.
Para que aprendas a amar el misterio.
La llegada, Eduardo Galeano.
Llegaste al mundo concebida con amor, con cierto fervor mágico. Con los años he tratado de enseñarte, de la mano, caminando juntas, la filosofía que la vida nos está ayudando a moldear. Ahora, todo es diferente. Esa manita que me aferraba con fuerza cuando debía soltarse para dar sus primeros pasos, y esa valentía en hacerlo, esa determinación en tu carita redonda, esa admiración por la mami que sabía todo, todas las respuestas. Cada vez me descubro más a decirte no sé, vamos a investigarlo, vamos a hacerlo juntas. Pero luego lo cotidiano no da tregua y en medio del remolino de mis propios sentimientos, de la vida que como individuo estoy tratando de forjar, terminamos dejándolo para otro día. Y después la barrera, la dolorosa lección de querer ser diferente a todo lo que represento, a los ideales, a la belleza de la vida, de las cosas que de verdad valen la pena, según yo. Antes lográbamos correr como dos ciervas por los bosques de la fantasía, y caíamos al suelo agotadas de reír. Ahora no. Como todo cambia, ese hermoso tesoro también está mutando. La adolescencia de lo femenino ha entrado en nuestras vidas como un huracán. Es difícil no preguntarse ¿qué estamos haciendo mal? No encuentro respuestas, por eso, cuando duermes, me acerco a tu cama y siento tu acompasada respiración, trato de infundir mi amor a través de un arrullo furtivo y de abarcar todo tu ser luminoso con mis brazos de madre que quisieran evitarte todos los sufrimientos. Así como también quisiera que volaras muy alto, que no pierdas nunca esa curiosidad o ese brillo mágico de tus ojos de hada. He tratado de dar lo mejor, he debido ser dura a veces para darle a tu espíritu la seguridad que sólo los límites nos otorgan. Y al mismo tiempo, tratando de salir adelante durante los años difíciles en los cuales dejas de ser un individuo para convertirte en madre tiempo completo, sin descansos, vacaciones o días festivos. ¿Por qué ahora me ves como una enemiga? Yo no deseo atarte, al contrario. Con todo mi amor espero que un día tus alitas sean magníficos instrumentos de navegación, que sin importar a dónde te lleven, logren el privilegio de vivir una vida plena, hermosa, evolucionada. No pido que hagas lo que yo no he podido, no deposito sobre tus hombros más carga que la que el mismo destino nos confiere al nacer. Es como caminar entre cristales delicados.
Nos fuimos juntas de campamento. Subimos al techo de la camioneta a observar el atardecer. Te llevé a un lugar muy especial para mí, allí donde el coyote tiene su madriguera, entre las retorcidas ramas de un mezquite. Juntamos leña, preparamos un pequeño altar con nuestros artilugios de magas, encendimos fuego y hablamos. Y también callamos, dejando que el silencio nos cobijara al amparo de las estrellas. Observamos el firmamento en todo su esplendor en esa noche constelada. Tu volviste a poner tu mano en la mía, como cuando eras ese pequeño ser que bebía mi leche envuelta en el cálido manto materno. Tenías un poquito de miedo de los ruidos nocturnos, pero te mostraste valiente. Nos dormimos juntas, abrazadas. No hay sabiduría que enseñe como ser la madre que los hijos necesitan. No se puede controlar todo, mucho menos eso. Uno siempre cree que hace lo mejor y al final siempre va a resultar que en algo nos equivocamos.
A la mañana siguiente, ¿te acuerdas? Caminamos y descubrimos el nido de un pájaro. Estaba solo con un huevito pequeño, todavía se adivinaba tibio. Nos alejamos y observamos a distancia. Al poco rato apareció la mamá, temerosa seguramente por su criatura. Se metió en el nido y se puso a cantar. Ves hija, la vida es una metáfora constante, a la que no dejo de agradecer infinitamente tu milagro.