Llegué de Argentina cuando tenía ocho años. Ocho añitos y en mi equipaje un disfraz de la mujer maravilla, que estaba tan de moda en ese momento. Mi ilusión era que los niños mexicanos no la conocieran y entonces yo les diría a mis amiguitos que yo era la VERDADERA mujer maravilla. Ya en ese tiempo la globalización había comenzado, porque aquí no sólo la conocían, sino que ya se habían cansado de ella, estaban en la etapa de La mujer biónica. Así que tuve que deshacerme de mi diadema dorada, de mis medias y calzones rojos, con estrellas de papel cosidas a mano, del corsé de la abuela y de los calcetines con que lo rellenaba, el lazo mágico dorado con el que me había entrenado durante horas, y el gabán marrón que me quitaba mientras daba vueltas para dejar de ser Linda Carter. Tenía mucho miedo, pero con esa capacidad que tienen los niños, me adapté en poco tiempo. En ese entonces, mis padres tuvieron que ir a Migración, que era un edificio que recuerdo como gris, oscuro y frío, donde los empleados te trataban MUY MAL. Cada visita era una tensión creciente, para saber si nos darían o no los papeles. Finalmente consiguieron un abogado que nos consiguió un permiso que entonces se llamaba FM9 estudiante. Cada año, mis padres debían meses antes, empezar a ahorrar su sueldo de maestros para pagar los seis documentos de la familia. Luego de varios años, justo cuendo estaban por darnos la residencia definitiva, fue el terremoto del 85 y con él se cayó la ilusión, junto con parte del archivo de migración. Entre los escombros quedaron nuestros papeles, y tuvimos que empezar de nuevo. Ya para cuando volvimos a tener derecho de residencia, acababa de cumplir los 18 años, así que según la ley del momento, como ya era mayor de edad, debía iniciar el trámite nuevamente, esta vez por mi cuenta. Allá voy, sólo que ya mis padres no me llevaban más al DF, en un momento mi padre me dijo, ya eres mayor de edad, arréglate tu los papeles (yo no le pedí que me trajera a vivir a otro país y así se lo dije, tuvimos una mega, mega pelea, de esas en las que vuelan las sillas). Así que seguí haciendo el trámite mientras iba a la universidad. Los extranjeros pagábamos un cien por ciento más cara la colegiatura semestral, pero aún así era muy barato. De hecho, como la carrera era muy reciente, tenía maestros que en realidad eran alumnos de semestres más avanzados. Muy profesional, la educación superior. Cuando estaba por terminar, participé en una entrevista de trabajo. Un renombrado grupo editorial estaba por iniciar un nuevo proyecto. Fuimos 400 fotógrafos entrevistados y sólo quedamos diez, sí, quedé lista para ser contratada pero… mi permiso sólo me permitía estudiar y no trabajar. De todos modos, moviendo cielo mar y tierra logré meter la solicitud y en ese momento… los zapatistas se revelaron en Chiapas, cambiaron al secretario de gobernación tres veces en un año y como sospechaban de infiltraciones extranjeras, los trámites fueron detenidos. En vano toqué puertas, grité, supliqué. Mi permiso no estaba listo. En el periódico no podían contratarme sin él, perdí la oportunidad. Así que tomé una mochila (se la cambié por mi grabadora a un cuate, el Memhongo), mi equipo fotográfico y salí de México, por la frontera de Guatemala, a recorrer el mundo y a rumiar contra un sistema tan injusto. Fue un viaje maravilloso que duró varios años. Cuando volví, casada y con un bebé en brazos me dieron un mes, Un MES de visa turística. Al bebé y a mi esposo 3 meses. ¿Por qué la diferencia? Pregunté. Porque se me da la gana, me respondió el panzón ojeroso y nariz chata del oficial de migración que nos recibió en el aeropuerto. Y tuve que empezar otra vez. Luego de dos años con FM3, expuse mi caso en la delegación de Jalisco, presentando toda clase de papeles, solicitando una cambio a inmigrante. La respuesta no tardó mucho… tiene usted treinta días para salir del país. Y a empezar de nuevo. Cinco años con FM3 y otros 5 con FM2. Inicié el trámite de naturalización y tardò exactamente dos años y medio. Como no obtuve respuesta, fui a la oficina de Relaciones Exteriores en el DF, o la Mátrix, como yo la llamo. Es que la firma no coincide, me dijo una funcionaria. Necesitas traer una carta donde aseguras que esa sí es tu firma, bajo observancia de decir verdad. Le dije, ya en confianza, qué pasa? Es que tenemos algunos problemillas con los de migración, rivalidades entre oficinas, como que nos están regresando varios trámites pero no te preocupes, luego de este paso, ya verás que en unos tres meses sale. Luego de un año, finalmente me dijeron que estaba listo el documento. Fui a hacer el examen, y salî bien, obvio, si te preguntan puras cosas que aprendes en la primaria. Pagué los derechos (eso ya era costumbre) y volví a los dos meses. Vi que la señorita tenía lista mi carta de naturalización, pero llegó al mostrador y me dijo, todo está bien, sólo falta pagar los derechos. Le dije, no, es imposible, ya los pagué. Bueno, pero en su expediente no está el recibo, tiene usted una copia del recibo? Si, pero en san Luis potosí, a 700 kilómetros de aquí. Quiero hablar con el responsable del departamento. Vino la licenciada y volvió a entrar. Luego de dos horas me dice, fue una confusión, ya apareció el recibo, sólo que no se la puedo entregar porque la persona que debe firmar de salida no está hoy. Por favor vuelva mañana. Al día siguiente, después de treinta años, seis meses y veintisiete días, recibí mi carta de naturalización. Fui derechito a una vinatería, me compré una botella de espumante, aventé burbujas a los cuatro puntos cardinales, al centro, arriba y abajo. Y luego, con mi música, me fui caminando por el zócalo. Pasé frente al hermoso edificio del Ayuntamiento, admiré la imponente Catedral, con sus plomeros y electricistas ofreciendo trabajo junto a la reja, con los ecuatorianos vendiendo gorras tejidas, los concheros danzando junto al templo mayor, un campamento de maestros disidentes y un traga fuego del semáforo. Frente a Palacio Nacional me acordé que hace poco Felipe Calderón convocó un concurso para saber el trámite burocrático más alucinante en México. Aquí mi testimonio. Mi expediente en migración debe pesar por lo menos unos diez kilos. Del dinero pagado cada año no sabría asegurar la cantidad, en vista de las devaluaciones y quiebres, pero no es poco. Lo que he recibido en este país que ahora sí ya puedo llamar mi casa, es tanto. Cosas buenas, cosas malas. Como sean eso sí, muy intensas, jamás aburridas. Puedes ver un muerto sin cabeza en la esquina y una preciosa flor en los escombros de la siguiente calle.