"En ciertos oasis,
el desierto es sólo
un espejismo"
Mario Benedetti
Las jacarandas han llenado las calles de una alfombra violeta, en esta primavera. Cada vez que paso debajo de una de ellas, imagino que cae sobre mí una lluvia morada, en forma de copos etéreos y dóciles. Camino por las vacías avenidas de este poblado cuyos habitantes se encuentran abarrotando las playas mexicanas, o por lo menos visitando a la parentela y poniendo a los niños en remojo en esas albercas de plástico inflable. No falta quién se encuentre en la azotea de su casa, comiendo camarones o pescado por la cuaresma, y bebiendo cerveza tras cerveza esperando que llegue la noche. El calor es abrasador, ninguna nube en el cielo azul intenso. En medio del pavimento que reverbera, es visible el efecto del mediodía en el desierto. Sólo me cruzo con unas pocas personas y ni siquiera las miradas se intercambian. Parece como si viniéramos de dimensiones diferentes. No tengo prisa, así que dirijo mis pasos hacia el Parque del Pueblo, compro a una aburrida vendedora un agua fresca de ciruela natural, y sentada a la sombra de los frondosos árboles, cierro los ojos imaginando que un poco de brisa corre por mi rostro, mientras una solitaria gota de sudor se me escurre por el escote. De mi bolso saco un libro, se trata de la El Tao de la Psicología. Y me adentro en el concepto de sincronicidad. En nuestras vidas suceden pequeñas cosas, a las cuales a veces ni siquiera hacemos caso, pero que pueden marcar o llevar nuestro destino por caminos insospechados y eso no es todo, muchas veces hacemos aparecer eventos que necesitamos para aprender cosas en determinados momentos. La sincronicidad me resulta un concepto interesantísimo, pues he notado que va de la mano con lo que les mencioné alguna ocasión acerca de la magia. Vamos, es una explicación científica desde el punto de vista de una psicoanalista junguiana, sin embargo, me gusta el toque de Tao. Porque permite entender que no todo pasa por la racionalidad. Muchas veces debo luchar con esa manía de querer intelectualizarlo todo.
Entrecerrando los párpados, veo allá
a lo lejos otra majestuosa jacaranda. Mi mente vuela e imagino que quito mis
ropas y me acerco al árbol violeta. Jalando una palanca plateada, dejo que
caiga sobre mi cabello un manto de copos y espuma. Todo cambia de color.
Observo cómo en mis manos van creciendo ramas, de mi vientre fluyen esferas de
algodón lila que circundan flotando el árbol. De mis pies y brazos brotan
plumas. Mientras tanto, un olor delicioso, como aquél de las bolas de azúcar de
la feria del domingo, invade todo el parque. Y se mezcla con el aroma de un
prado lleno de violetas en flor donde solía pasear llevada de la mano de un
amigo imaginario cuando era pequeña. Ese prado en realidad existe. Lo fui a
buscar al cono sur cuando pude volver al lugar donde nací. El paisaje se alojó
en mi mente de inmediato y recordé esas tardes con mis hermanas, cuando
correteábamos descalzas en la hierba, mientras nuestros padres hacían la siesta
después del vino y la carne asada. Y el cuerpo se nos llenaba de perfume de
violetas. Una mágica ducha de color y fantasía. Abro los ojos y nada ha
cambiado. O tal vez sí. El eco lejano de un aleteo surca el aire que comienza a
soplar entre las copas de los árboles. Es el rumor del universo que parece
susurrar en mi corazón: toma el sextante y la brújula, las cartas marítimas,
obséquiate con una bitácora en blanco, abre las velas, navega sabiendo que la
sincronicidad permitirá que la poesía te llene de ganas la piel, para seguir creando cosas nuevas.