viernes, 11 de julio de 2008

Día Ardiente

Por: Mercedes Aquino

El despertador sonó a las siete de la mañana. Los cabellos despeinados, el turno para ir al baño, agua en la cara para despabilarse, desayuno y en marcha. Seguimos la carretera a Matehuala, era un día de trámites. Llegamos a la oficina muy temprano y enseguida nos dijeron, al mejor estilo de burócrata, que no era posible renovar el pasaporte de la niña pues los nombres de los padres no eran los mismos que en el acta de nacimiento, hágame el favor, pero si fueron ustedes a otorgarnos este documento y se trata solo de una renovación, y cuando lo tramitamos hace tres años, teníamos los mismos pasaportes. Pero nada, hay que ir a San Luis. En fin, después de salir de allí con una nube negra sobre la cabeza, nos dirigimos a realizar las compras y mandados necesarios, aprovechando la vuelta a la ciudad. Adquirimos unos panes dulces calientes y nos fuimos a la Plaza de Armas a saborear esta delicia humeante que se te deshacía entre los dedos. El día anterior había jugado fútbol México contra China, con un resultado favorable para la selección, pero un partido muy mediocre, si se piensa que el adversario es un equipo insignificante. Y en el encabezado de un conocido periódico deportivo, sobre una foto de los futbolistas, aparecía el título 1-1 PIN CHON, vaya con la creatividad de los jefes de redacción.
Cuando terminamos el pan dulce, fuimos al mercado, donde conseguí unos espejos y unas ollitas de cerámica que necesitaba y de pilón encontré un regalo para mi amiguito Julián, que acaba de cumplir siete años. Le compré una máscara de luchador con flecos plateados y de color azul celeste, sé que le va a encantar. Volvimos a la carretera y como el calor era sofocante, decidimos ir a darnos aun chapuzón a las albercas de San Juan de Vanegas. Pasamos por los trajes de baño, las toallas y el libro de Khaled Hosseini que me acompaña esta semana y siguiendo de largo el empedrado, llegamos a las piscinas. Los niños, ya se habían cambiado y estaban listos para el clavado. Cuando me quise dar cuenta ya estaban adentro. Yo no estaba segura de querer nadar, adoro el agua pero llevaba varios días de gripe y congestión nasal, así que una mínima corriente de aire y ya quedaba así por otra semana. A los pocos minutos de abrir el libro, llegó doña Octaviana, una señora que hace tacos de canasta y gorditas deliciosas y que siempre nos trae de comer. Me contó que durante la semana santa, el sábado de gloria, las albercas estaban tan llenas que nadie se dio cuenta de que un niño de doce años había caído al agua y no sabía nadar. Su padre, bebía cerveza en la cantinita de afuera, su hermano, de catorce años, no lograba encontrarlo, hasta que alguien gritó, al sentir en el fondo algo blando. Lo sacaron pero ya no había nada que hacer. Fueron a llamar al padre y este le gritó al hijo más grande que el tenía la culpa, que porque no había cuidado a su hermano, y delante de todos, se puso a darle feroces cachetadas. Extendieron al chiquillo muerto frente al expendio de cerveza. Le colocaron una veladora y ni así se le bajó la borrachera a ese abominable hombre.
Con un nudo en la garganta, escuchaba esta historia de los labios de Octaviana. Y por último concluyó, es que son gente de la sierra, no saben manejar el agua.
A media tarde, salimos del centro recreativo y llegamos al entronque, los niños tenían clases al día siguiente y debían regresar al pueblo. No pasaba un alma, el calor reverberaba en la superficie del asfalto. Encontramos una ranita del desierto y al colocarla en las manos, cambió de color, como los camaleones. Así estábamos, refugiados en la sombra de la camioneta cuando de la nada llegó una motocicleta, aminoró la velocidad y un hombre con bigote enorme, nos dijo, sin detenerse ¿quieren nieves? Y allí mismo se paró y de una pequeña caja sacó los helados. Nos dio mucha risa, mira que encontrar algo así en el desierto. Después de un rato pasó una familia de Monterrey, en carro nuevo, con aire acondicionado, y aceptó llevar a los demás a Real. Yo seguí a Cedral, la blusa empapada de sudor, la mirada en el basto horizonte que comenzaba a colorearse de anaranjado y en los labios pegajosos, el eco de un aroma a nieve de limón.



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