Por Mercedes Aquino
Amanecí sentada en el jardín mágico de la creación. Por todos lados temblaba la vida alrededor. Los olores de ese hechizante despertar inundaban mi olfato sensibilizado por el deleite del momento. El sabor del jugo y los hielos tintineando en el vaso con el líquido ambarino invitaban al goce más puro. Los tonos anaranjados del amanecer llenaban mis ojos azorados, dorados. Y la risa, qué poderosa fuerza de transformación. Una suave melodía me transportaba al infinito, mientras volátil jugaba con los sonidos y los colores que iban formando las notas. Me imaginé flor y fruto, nadando en el mundo de la música. Viajando con los acordes y silencios de la vibración cósmica de la creación, de lo que estamos hechos.
Así amanecí, traspasando una de las puertas secretas de la percepción, me adentré en un mundo nuevo y a la vez ancestral, olvidado en la cotidianeidad. Que dulce despertar, que dulce imaginar sus brazos apretándome fuerte y su calor masculino envolviéndome con amor y sosiego. Porque en ese momento estaba completamente sola, pero él estaba conmigo. Parte del todo. No tenía apremio de su presencia, bastaba sólo imaginarme apoyada en su pecho, respirando su olor a canela y sábanas secadas al sol de mediodía. Me tomaba por la cintura y aproximaba su lengua al cuello, pero antes de hacer contacto con la piel, se detenía y dejaba que mi olor penetrara hasta lo más recóndito de su fibra emotiva. Se acercaba despacio y como si fuera un instrumento del cual puede extraerse una hermosa melodía, con sus delicados dedos iba encendiendo los acordes de una música en mi cuerpo que no dejaba de vibrar. Así, mientras alrededor explotaba la vida, con los ojos cerrados y los párpados acurrucados por el placer de la evocación, temblaba recordando la música que producimos juntos. Irradiaba calor y al vaivén de su respiro, imaginaba como lentamente sus manos recorrían mi espalda, mientras como un eco, resonaba la delicada conmoción que se genera cuando se une piel con piel, las manos de un músico tocando su instrumento, amando la infinita armonía de mi epidermis incitada con su delicado toque, recorriendo como si fuera una mariposa cada centímetro del espacio-universo-mujer. Despertando en cada roce la vibración de una cuerda exquisita y sensible, que produce un sonido maravilloso, ese que viene de las entrañas y a la vez del más sublime espacio intangible, dentro del cual se pierden y reencuentran las notas producidas por el sortilegio del amor.
Hay días así, en que todo está acomodado en su lugar, las cosas donde debieran estar. Los sentidos despiertos, la emoción a flor de piel. Lo cotidiano se vuelve mágico si enfoco la visión desde otra perspectiva y logro bajarme del tren del hastío, que a veces insiste en quererme llevar. El equilibrio, la armonía y la música de este maravilloso jardín, junto con todas las esferas luminosas que chisporrotean ante mis ojos y que son células, me susurran: vida, vida….
Así amanecí, traspasando una de las puertas secretas de la percepción, me adentré en un mundo nuevo y a la vez ancestral, olvidado en la cotidianeidad. Que dulce despertar, que dulce imaginar sus brazos apretándome fuerte y su calor masculino envolviéndome con amor y sosiego. Porque en ese momento estaba completamente sola, pero él estaba conmigo. Parte del todo. No tenía apremio de su presencia, bastaba sólo imaginarme apoyada en su pecho, respirando su olor a canela y sábanas secadas al sol de mediodía. Me tomaba por la cintura y aproximaba su lengua al cuello, pero antes de hacer contacto con la piel, se detenía y dejaba que mi olor penetrara hasta lo más recóndito de su fibra emotiva. Se acercaba despacio y como si fuera un instrumento del cual puede extraerse una hermosa melodía, con sus delicados dedos iba encendiendo los acordes de una música en mi cuerpo que no dejaba de vibrar. Así, mientras alrededor explotaba la vida, con los ojos cerrados y los párpados acurrucados por el placer de la evocación, temblaba recordando la música que producimos juntos. Irradiaba calor y al vaivén de su respiro, imaginaba como lentamente sus manos recorrían mi espalda, mientras como un eco, resonaba la delicada conmoción que se genera cuando se une piel con piel, las manos de un músico tocando su instrumento, amando la infinita armonía de mi epidermis incitada con su delicado toque, recorriendo como si fuera una mariposa cada centímetro del espacio-universo-mujer. Despertando en cada roce la vibración de una cuerda exquisita y sensible, que produce un sonido maravilloso, ese que viene de las entrañas y a la vez del más sublime espacio intangible, dentro del cual se pierden y reencuentran las notas producidas por el sortilegio del amor.
Hay días así, en que todo está acomodado en su lugar, las cosas donde debieran estar. Los sentidos despiertos, la emoción a flor de piel. Lo cotidiano se vuelve mágico si enfoco la visión desde otra perspectiva y logro bajarme del tren del hastío, que a veces insiste en quererme llevar. El equilibrio, la armonía y la música de este maravilloso jardín, junto con todas las esferas luminosas que chisporrotean ante mis ojos y que son células, me susurran: vida, vida….