viernes, 5 de diciembre de 2008

Matrix

Por Mercedes Aquino
Llegamos a la gran ciudad por el lado norte. Un olor a orina rancia inundaba los pasillos del autobús. Jet Li seguía peleándose con Jackie Chan en la tele, era la tercera película del viaje. Algunas personas hablaban por teléfono, vamos en el cruce de tal y tal, llegaremos en unos minutos. Sí mamá, no te preocupes. Tráeme la chamarra verde que hace frio, etc. Recogí la mochila que estaba en el piso y me acerqué al chofer. Aquí se puede bajar, me dijo. Tome un taxi de sitio, no vaya a ser la de malas. Se abrió la puerta y el olor de la ciudad sustituyó al de los orines. Una cantidad enorme de microbuses desfilaba a gran velocidad, los puestos de periódico estaban cerrando. En todos se veía la noticia del día. ¡No tienen madre! Frase de Nelson Vargas, luego de un año del secuestro de su hija y los nulos resultados de la investigación. Había varios puestos de fritangas y tacos en fila junto a la carretera, cuyos propietarios gritaban a voz de cuello: Aquí tenemos los mejores tacos, pásele. Encontré un taxi que me llevó al metro. Era la llamada hora pico, cuando todos salen del trabajo. Estaba a reventar. Ya perdí la costumbre de ver a tanta gente, creo que por eso trato de encogerme, de hacerme chiquita. Nadie me torteó, debe ser porque pasé mis años mozos, o tal vez por la expresión de mi cara: atrévete y verás. La mochila aferrada al pecho y las puertas se cerraron. Creí que me asfixiaba, se me hizo eterno el viaje. La expresión lata de sardinas se queda chica para definirlo. Strujan, empujan, bajan. Por fin, llegué al zócalo. Estaban instalando la pista de patinaje sobre hielo. Había una manifestación de microbuseros y el palacio nacional estaba iluminado. Me sorprendió ver el salón fumadores en que se han convertido las calles de la ciudad, con esto de la nueva ley. Campos de colillas adornan las losetas y jardineras. Me senté un momento, como que me estaba dando taquicardia. Junto a mí, un señor se cortaba las uñas con su alicate. Del otro lado, unos policías esperaban el cambio de turno, mientras miraban aburridos los traseros de las transeúntes. Llegué al hotel y me encerré un rato. Luego, ya más calmada, subí a la terraza y desde allí me dediqué a observar el movimiento de la ciudad, de este corazón que late a gran velocidad. Los seres diurnos se fueron alejando para dar paso a esa otra parte que late bajo la superficie. La noche cayó y con ella los olores fueron cambiando, los sonidos se transformaron al compás de las vidas que salen cuando el sol se va. Música lejana, la alarma de un coche. Una mujer gritando en el éxtasis del amor, o al menos complaciendo a algún cliente. Las cortinas metálicas de los negocios al cerrarse. Yo en la cama, sintiendo aún el vaivén de la carretera. Y en el fondo, como en sordina, el rumor que hace la gran urbe, la vibración de los millones de seres que viven, aman, mueren, sufren y ríen en este lugar. Al día siguiente salí tempranito a recorrer las calles. Una vitrina de dentaduras postizas se me apareció de repente. Dirigí mis pasos a la catedral metropolitana. Quise ver una vez más su maravilloso órgano (llámese instrumento musical). Luego, poco a poco la ciudad fue despertando y ya para las once el fragor era cacofónico y el olor, bueno característico digamos. Pasé frente al edificio de Betlemitas que tuve ocasión de recorrer alguna vez cuando lo estaban restaurando, bajo la guía apasionada de mi hermana la arqueoloca. Luego me encontré la torre latino, la librería, el palacio de Bellas Artes y tantos lugares contrastantes que tiene el centro histórico. Fui a tomar el consabido cafecito a un lugar donde los viejitos leen el periódico y mojan su pan dulce en humeantes tazas, al tiempo que comentan los avatares de este lugar increíble. Luego encaré con singular valentía el encargo de la maestra de ballet de Real: mallas y zapatillas para todos sus alumnos. No hay pierde, me dijo, vas a la calle de Corregidora y allí está el negocio. Al llegar, me encontré con tres cuadras de fila llenas de tiendas del tema. Inhala paciencia, exhala frustración. Inhala, exhala, inhala, exhala. Luego de unos minutos me sentí mejor, sobre todo porque al final uno termina acostumbrándose y amando este barullo, este hervidero de humanidad. Seres anónimos, cada quien con su vida y una historia que contar, pero que cuando los ves en la calle, atravesando en montón el eje, dan la impresión de que somos todos una gigantesca unidad que se tomó sin querer la píldora azul de Morfeo. Incluso algunos tienen cara de agentes, entonces el juego se vuelve divertido. Ya con los pies hinchados y la mochila cargada, incluyendo un kilo de delicioso café de altura molido express, corrí literalmente a la central camionera. Me dieron mi lunch de pan blanco aplastado con jamón y chile en bolsita de la compañía, mi lata de refresco y unos cacahuates de pilón. Me relajé en el asiento, se encendieron las teles del autobús y empezó la primera película del viaje. Me dije: seguro va a ser Matrix. Pero no, el destino quiso que fuera El Santo contra las momias de Guanajuato, versión remasterizada. Al lado, un señor enorme que ocupaba los dos asientos, roncó durante todo el camino.
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