El mundo visible es tan sólo una huella de lo invisible y lo sigue como una sombra.
Al-Gazali.
“Tienes que leer la poesía de Paul Celan”, me dijo el filósofo, una apacible tarde en la que estábamos reunidos varios amigos en una cantinita de un pueblo en el desierto. Venga, le dije, préstame algo y puedes ponerme en tu lista negra. Yo tengo una, la llamo así, allí anoto los libros que presto a los amigos. Si, lo reconozco, es un apego, pero donde vivo no hay librerías, la ciudad más cercana está a trescientos kilómetros y para mí son un tesoro. Disfruto tanto al compartirlos como al leerlos, pero anoto concienzudamente esos nombres, porque si devuelves los que te prestan, te llegan más y más. Así que fuimos a la casa del filósofo cuando ya el sol tenía tiempo de haberse ocultado y el letrero de No tire basura componía una pálida silueta en el firmamento. El grupo de esa noche era bastante particular, como suele suceder en aquél sitio. Estabas tú Daniela, tan flaquita después del viaje a Guatemala y la fiebre tifoidea, con esos ojos llenos de luz y esa sonrisa morena. Estaban el vasco Axier que acababa de regresar luego de una vuelta al mundo. Y estaba Pancho quien se puso enseguida a jugar la consabida partida de ajedrez con el filósofo. Prendimos un fuego mientras las estrellas allá arriba cantaban en armónicos susurros sus misterios. Había olor a humedad, cosa por demás rara en el desierto. También, sentados alrededor la hoguera, estaban una pareja de argentinos, nuevos visitantes y por supuesto el andorrano, ese hombre reptiliano con su larga trenza y sus historias de psiconauta. Qué más le puedo pedir a la vida, pensé, mientras me llegaba a la mente la imagen de mis cachorros acostados en sus camitas, soñando con sus aventuras nuevas y llenas de esperanza, con su tercer ojo receptivo y sus mejillas sonrosadas. El humo del fuego me seguía a todas partes, aún en ese sillón de carro desvencijado que mi amigo había colocado para la comodidad de este cuerpo cansado. Cansado sí, después de todo el día expuesto al sol y al viento. Me sentí mareada. Así que me puse de pie y salí a dar una vuelta. Llegué al borde del pueblo, allí donde terminan las casas y empieza el mágico desierto. Era una noche sin luna. Pensaba en la poesía y en la metáfora, pensaba en la inutilidad que tiene a veces el intelecto, cuando se trata de sentir en la piel o en las vísceras o en el aura o en el corazón. Me detuve en un claro y cerré los ojos, dejé que las líneas de energía del planeta me envolvieran, como en una caricia primitiva, maternal. Extendí las manos y noté como de los dedos salían tiras plateadas en todas direcciones. Escuché mi corazón danzar al ritmo de la tierra. Experimenté pura y simple gratitud. Por estar viva y presente en el momento, por estar rodeada de milagros y privilegios, por sentir que hasta de la más negra oscuridad puede nacer un diamante.
Quiero entrar en tu corazón por esos hilos. Ir de ti de la flor a la entraña. Vestirnos del jardín de la magia y sentir que crece a nuestro alrededor un círculo luminoso capaz de detener tormentas o desencadenarlas en nosotros muy adentro. Quiero ir en ti de lo visible a lo invisible, de lo que adoro a lo que todavía no conozco, de un asombro a otro. Quiero ser el jardinero ritual de estos tatuajes de hilo que en ti florecen. Cultivarlos y perderme en ellos, cosechar sus olores y sus poderes (Alberto Ruy Sánchez en Los jardines secretos de Mogador).
Volví a la casa, al mundo visible. Las ventanas estaban empañadas y adentro brillaba el calor de la tertulia. Del fuego sólo quedaban cenizas. Duerme aquí si quieres, me dijeron. Agradecí con una sonrisa, hubiera sido agradable abandonarme en aquél remanso y dejar que me envolvieran los cálidos brazos del cariño nacido en la experiencia compartida. Pero el viaje aún no termina, el mundo allá afuera espera y soy navegante. Y en momentos como este, veo allá a lo lejos, en medio a las tinieblas, un pequeño punto brillar. Es un diamante o una estrella o un átomo o un sueño o un ignoto jardín y quiero llegar a donde está.
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