viernes, 6 de noviembre de 2009

Onironauta

Estábamos volando. Era un avión un poco desvencijado. El piloto mi amigo Carlos llevaba una chaqueta de cuero y un gorro estilo Pierre Nodoyuna. El copiloto Miguel Ángel estaba un poco nervioso. Yo no iba en la cabina sino en la parte de atrás, acostada en mi cama cómodamente, sintiendo en el cuerpo los vaivenes del vuelo. En cierto momento, fallaron los motores. Miguel comenzó a gritar que él sabía que moriría en un avionazo, que siempre tiene mala suerte en los vuelos, que nos íbamos a estrellar. Carlos vino a la parte de atrás con su sonrisa torcida y dijo, no se preocupen, al ratito va a funcionar de nuevo el mecanismo, es sólo una bujía. Había niebla pero el aparato iba en picada. A un cierto momento, se disipó la niebla y vimos frente a nosotros una montaña. Casi a punto de estrellarnos, se encendió el motor y nos salvamos por un pelo. De repente íbamos planeando sobre una ciudad. Había mucho tráfico y nosotros pasábamos muy cerca de los automóviles, los conductores nos miraban asombrados. En una esquina había una mujer gigante con un niño enrebozado pidiendo limosna. Seguimos volando y me di cuenta que se repetían las escenas, los conductores, la mujer. Todo igual, entonces comprendí que estábamos en una realidad diferente. Aterrizamos y caminamos por las calles que parecían las de una ciudad medieval. Los rostros de las personas se estiraban hasta volverse casi irreconocibles y me asusté. Uno de mis compañeros me dijo: No temas, es sólo algo desconocido y por eso nos da miedo, hay que aceptarlo como una realidad paralela. De repente estábamos en un autobús y viajábamos en medio del hielo por una autopista, al llegar a un distribuidor vial, había estalagmitas de hielo en los puentes y fuentes congeladas donde unos hombres estaban sumergidos hasta las rodillas, pero trataban de esconderse. Son clandestinos, me dijo uno de los pasajeros, y se esconden ahí porque es el único lugar donde la policía no los encuentra. De repente ya no estábamos en el autobús sino caminando. Pasábamos junto a otra fuente donde había una modelo preciosa, parecía un hada, con su equipo de maquillistas, fotógrafos, etc. Estaba furiosa y les gritaba a todos. Yo me acerqué y le dije: Tal vez si dejas tu furia y sonríes, las cosas saldrán mejor. Seguíamos y llegábamos a una escalera de mármol, como la de Piazza España en Roma. Había muchos personajes diversos, con rostros oscuros, con armas. Uno de ellos era Martín Mora, quien estaba vestido de negro. Carlos quería a toda costa hacer un trato con un rubio tatuado y bigotón que la había prometido un cambio. Le pedía su chamarra de piloto y le iba a dar algo especial, aunque no nos explicaba exactamente qué era, pero reía como un niño en dulcería. Miguel le decía, Carlos, si dejas tu chamarra en este mundo, no podremos regresar porque es de piloto y tú eres el piloto, pero él no hacía caso y nos dejaba solos en una habitación pequeña y sofocante. Al ratito volvía y nos decía, vamos, hay que salir corriendo de aquí, nuestra vida depende de ello. Nos movíamos por las calles a toda velocidad pero ellos se adelantaban, me dejaban atrás y a un cierto punto, en una subida, mis piernas empezaban a convertirse en arena y por más esfuerzos que hacía no lograba avanzar. Así que desistiendo por un momento, me sentaba junto a un numerosísimo grupo de ancianos que miraban una pantalla gigante, todos sentados en filas perfectas. En la pantalla se veían anuncios racistas hacía los orientales y también uno donde Gandhi aparecía hilando en su rueca y se burlaban de él diciendo que sólo había tenido sexo cuatro veces en su vida. Luego, se apagaba la pantalla y los ancianos comenzaban a hacer unos ejercicios, guiados por una voz que salía de un altoparlante. Todos iguales, todos al mismo tiempo. Por fin lograba que las piernas me sostuvieran y continuaba caminando. En eso, aparecía mi hija Luna en una motocicleta, iba abrazada a un hombre muy guapo que conducía y al verme, se detenían un momento y ella decía: Mami, ya me voy a volar. Soy feliz, dame tu bendición. Yo la abrazaba y ellos continuaban su camino.
Salía de la ciudad y al llegar a un claro de un bosque hermoso, que olía a lavanda, encontraba el avión y mis amigos esperándome: Volvamos a casa querida, casi va a amanecer.
Al despertar en la penumbra de mi habitación, estiré el cuerpo con pereza y evocando el sueño, me dio por reír. Les conté mis aventuras de onironauta a los niños. Y el día fluyó apacible, en el medio de este frio desierto donde los sueños y la realidad retozan juntos...a veces.

2 comentarios:

rolaz dijo...

love it

Anónimo dijo...

"VOLVAMOS A CASA, QUERIDA, QUE NUNCA AMANECIÓ...
O ES QUE NUNCA ABRÍ LOS OJOS?"

COMO SIEMPRE LA MEJOR, MUJER...

ESCRIBEME
henciso816@hotmail.com