El árbol decidió viajar,
cuando logró desprenderse de la tierra,
se dio cuenta de que sus ramas eran raíces celestes.
A. Jodorowsky
Llegué a Calafate luego de un viaje extenuante. Estaba realmente cansada de tanta carretera. La Patagonia, con esa inmensidad que cabe en la palma de la mano, me estaba provocando una extraña sensación. Era como si al alejarme hacia el fin del mundo, me fuera acercando cada vez más a mirar el límite de mis propias fronteras, comprendiendo la incógnita de los primeros navegantes que se aventuraban en los inhóspitos océanos del sur. No sabían que la tierra era redonda e imaginaban que terminaba todo en un acantilado y luego los elefantes gigantes que la sostenían y luego nada. Me daba cuenta de que no importa qué tan lejos vayas, puedes llegar a Tombuctú, a la Siberia o a la Tierra del Fuego, que la complejidad y las contradicciones que te habitan se van de viaje contigo en la maleta. El hostal al que llegué me desagradó desde el principio. Pocos argentinos, música demasiado fuerte (para desayunar mejor ponme a Bach a volumen moderado, amigou, en vez del concierto de reggaetón acelerado). ¿Hispanoparlante? Espera que debo atender primero a estos europeos que llegaron después de ti. De todos modos, me fui a acostar con la mente puesta en el glaciar. Desde hace varios años quería conocer ese lugar del planeta. Al día siguiente, partí con la mochila, un pequeño almuerzo y muchas ganas de ver ese maravilloso paisaje. En el camino, un arcoíris se distinguía a lo lejos entre las montañas nevadas. Y al dar vuelta en una curva, allí apareció. El glaciar Perito Moreno, una inmensidad de hielo hasta perder la vista en el horizonte. Los tonos azules, violetas y turquesas que se forman en las grietas son increíbles, pero lo que más me sorprendió fue el ruido de los acomodamientos de las diferentes capas heladas, que te hacen notar que ese coloso está vivo, que se mueve, que allá también hay una corriente de energía vital, que así como mi querido desierto de México, aquél también es un desierto que palpita. Y de nuevo esa sensación de que al cumplir un sueño se juntan todas las felicidades en un instante que puede ser fugaz pero que perdura en la memoria y en los huesos. Estar parada allí, en ese barandal donde aún se pisa tierra firme, es una fotografía que guardo en la bitácora de imágenes que por más que alcanzo no llego nunca a tomar porque sé que no se puede acercar ni tantito a la realidad de la vivencia. En los días siguientes continué transitando el sur. Me impactaron el Fitz Roy y el Cerro de Torre, cuando me senté a la orilla de un caudaloso río a disfrutar de una jornada completamente despejada, fenómeno raro en aquellas latitudes. En mi recorrido toqué una pluma de cóndor, sentí la suave textura de la lana de los borregos, observé de nuevo las estrellas, conocí un jardín interior de plantas prohibidas, caminé entre bosques petrificados y finalmente, me di por satisfecha. Ansiaba volver a Buenos Aires, al calor húmedo del río de la Plata, a las risas y las tardes con mate, al bullicio de los trenes, a la sombra tranquila de los árboles, a las noches de milonga con faldas vaporosas y sobre todo, a calmar un poquito la mente del viento. Porque en el sur, el viento es una presencia intensa, constante, poderosa. Imposible de ignorar. Muchas veces digo que es importante despeinarse las ideas, pero este exceso ya me estaba afectando demasiado. Allá los árboles no son erguidos, resisten pero están inclinados. Terminan por doblegarse a la fuerza que ulula entre sus ramas. Cuando finalmente las luces de la ciudad comenzaron a aparecer, cuando mis pies tocaron tierra, cuando golpeó mi rostro esa oleada de calor y ese aroma de agua, sentí volver a casa. ¿A casa? Más bien me invadió la certeza de que uno puede tener muchos puertos a dónde regresar, que no importa dónde naces, dónde vives, o de dónde vienes, que la patria verdadera es aquella donde habitan nuestros afectos, que los límites de la/nuestra tierra, redonda o plana que sea llegan hasta donde la quimera nos alcance, que el fin es el principio.
cuando logró desprenderse de la tierra,
se dio cuenta de que sus ramas eran raíces celestes.
A. Jodorowsky
Llegué a Calafate luego de un viaje extenuante. Estaba realmente cansada de tanta carretera. La Patagonia, con esa inmensidad que cabe en la palma de la mano, me estaba provocando una extraña sensación. Era como si al alejarme hacia el fin del mundo, me fuera acercando cada vez más a mirar el límite de mis propias fronteras, comprendiendo la incógnita de los primeros navegantes que se aventuraban en los inhóspitos océanos del sur. No sabían que la tierra era redonda e imaginaban que terminaba todo en un acantilado y luego los elefantes gigantes que la sostenían y luego nada. Me daba cuenta de que no importa qué tan lejos vayas, puedes llegar a Tombuctú, a la Siberia o a la Tierra del Fuego, que la complejidad y las contradicciones que te habitan se van de viaje contigo en la maleta. El hostal al que llegué me desagradó desde el principio. Pocos argentinos, música demasiado fuerte (para desayunar mejor ponme a Bach a volumen moderado, amigou, en vez del concierto de reggaetón acelerado). ¿Hispanoparlante? Espera que debo atender primero a estos europeos que llegaron después de ti. De todos modos, me fui a acostar con la mente puesta en el glaciar. Desde hace varios años quería conocer ese lugar del planeta. Al día siguiente, partí con la mochila, un pequeño almuerzo y muchas ganas de ver ese maravilloso paisaje. En el camino, un arcoíris se distinguía a lo lejos entre las montañas nevadas. Y al dar vuelta en una curva, allí apareció. El glaciar Perito Moreno, una inmensidad de hielo hasta perder la vista en el horizonte. Los tonos azules, violetas y turquesas que se forman en las grietas son increíbles, pero lo que más me sorprendió fue el ruido de los acomodamientos de las diferentes capas heladas, que te hacen notar que ese coloso está vivo, que se mueve, que allá también hay una corriente de energía vital, que así como mi querido desierto de México, aquél también es un desierto que palpita. Y de nuevo esa sensación de que al cumplir un sueño se juntan todas las felicidades en un instante que puede ser fugaz pero que perdura en la memoria y en los huesos. Estar parada allí, en ese barandal donde aún se pisa tierra firme, es una fotografía que guardo en la bitácora de imágenes que por más que alcanzo no llego nunca a tomar porque sé que no se puede acercar ni tantito a la realidad de la vivencia. En los días siguientes continué transitando el sur. Me impactaron el Fitz Roy y el Cerro de Torre, cuando me senté a la orilla de un caudaloso río a disfrutar de una jornada completamente despejada, fenómeno raro en aquellas latitudes. En mi recorrido toqué una pluma de cóndor, sentí la suave textura de la lana de los borregos, observé de nuevo las estrellas, conocí un jardín interior de plantas prohibidas, caminé entre bosques petrificados y finalmente, me di por satisfecha. Ansiaba volver a Buenos Aires, al calor húmedo del río de la Plata, a las risas y las tardes con mate, al bullicio de los trenes, a la sombra tranquila de los árboles, a las noches de milonga con faldas vaporosas y sobre todo, a calmar un poquito la mente del viento. Porque en el sur, el viento es una presencia intensa, constante, poderosa. Imposible de ignorar. Muchas veces digo que es importante despeinarse las ideas, pero este exceso ya me estaba afectando demasiado. Allá los árboles no son erguidos, resisten pero están inclinados. Terminan por doblegarse a la fuerza que ulula entre sus ramas. Cuando finalmente las luces de la ciudad comenzaron a aparecer, cuando mis pies tocaron tierra, cuando golpeó mi rostro esa oleada de calor y ese aroma de agua, sentí volver a casa. ¿A casa? Más bien me invadió la certeza de que uno puede tener muchos puertos a dónde regresar, que no importa dónde naces, dónde vives, o de dónde vienes, que la patria verdadera es aquella donde habitan nuestros afectos, que los límites de la/nuestra tierra, redonda o plana que sea llegan hasta donde la quimera nos alcance, que el fin es el principio.
1 comentario:
ondulante quimera, no nos alcances jamás...
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