lunes, 9 de enero de 2012

La cama roja


Por las escaleras del patio sube una sombra y la figura que se proyecta en la pared de piedra desdibuja el sol en los escalones.
El hombre entra sin hacer ningún rumor, sabe que ella no lo espera. Es de mediana estatura, su cuerpo ágil y esbelto, de caderas afiladas. El rostro posee una suave belleza masculina, es casi delicado en sus rasgos. Sus ojos son insondables y encierran secretos e inconfesables desenfrenos. Porque en ellos se adivina un espíritu  rebelde. No es un rostro bondadoso, a pesar de que bajo ciertos ángulos una indiscutible fragilidad desconcierta a quienes lo ven por primera vez. Su mano toma despacio la manija y abre la puerta. Tintinean las llaves que cuelgan de la cerradura. La habitación se encuentra en penumbra, apenas un rayo de luz se asoma por el postigo entreabierto de una antigua ventana. La escasa claridad permite entrever una cama muy grande y sólida, cubierta por  sábanas de seda roja. En ella, de espaldas a la puerta, el hombre observa a una mujer dormida. Se ve parte del hombro claro, cuajado de lunares, que crean constelaciones que desaparecen bajo el lienzo, formando una estela de misterios. La tela cubre su cadera y los pies asoman entre los pliegues suaves. Un brazo envuelve su rostro y su cabello cae en cascada por la almohada hasta casi rozar el suelo. La estancia huele a madera, huele a fuego extinguido de la chimenea, donde quedan unos rescoldos que ardieron ayer. También huele a pétalos de rosa, a arcilla cálida, a cántaros de agua y a estrellas. El hombre avanza y se detiene junto a la cama roja.
Extiende sus manos buscando acariciar esa piel. Quisiera que despertara y a la vez que permaneciera dormida. En sus ojos hay un brillo de cinismo, cuando es conciente de la contradicción. Porque ama verse reflejado en  la luz en sus pupilas y el resplandor del sol en su sonrisa. Pero teme el lado oscuro, el que los lleva a caminar por el borde de un insondable abismo, o el que la transporta a un sitio lejano donde no puede alcanzarla. El hombre avanza lentamente, siente en todo su cuerpo la tensión que se acumula conforme se avecina a aquel enorme lecho, mudo testigo de su infatuación. Estira su mano y está por tocarla. Llegan a su mente los momentos vividos en la cama roja. La primera vez que ella dibujó espirales de fuego con su lengua en la piel enfebrecida de deseo contenido, cuando sus cuerpos se juntaron de mil maneras, y con su boca rozó los recónditos rincones de esa piel de trigo maduro. Cuando la voracidad del deseo largamente reprimido los llevó a dejar al mundo afuera de esa habitación. Y a gritar desde la orilla de un acantilado que sí, que el amor es verdad. A revolcarse como cachorros en esa cama enorme, a buscar dentro de aquél caos un signo de que no estaban solos. Pequeños seres errantes,  viajeros encontrados en medio de un paisaje, donde la vida es a veces hermosa y a veces grotesca y donde todo se vuelve diáfano cuando se encuentran.
Mientras tanto, suavizado por los gruesos muros de piedra de aquél lugar, llega desde afuera un ruido monótono que logra abrirse paso en su mente. No, al principio no lo reconoce, hasta que logra registrar que se trata de rebuznos. Distingue más de un burro intercambiando sonidos entre las montañas de los alrededores. Se encamina hacia la ventana y abriendo la celosía, se encuentra con su propio reflejo en los vidrios. Con la mirada recorre los alrededores, es el momento del atardecer y los tonos ocres invaden las casas y callejas estrechas de aquel laberíntico paisaje. La mansión que se yergue en la cima de la colina más alta, desde donde sabe que existe una vista maravillosa del resto del mundo, se opaca conforme va desapareciendo la luz y contrastando con su silueta se ve titilando una estrella. El teléfono vibra junto a su cintura. Lo saca de la funda y observa la procedencia de esa llamada. Decide no contestar. No, aún no. Recuerda cuando ella le susurró al oído:
-Cómo me gustaría bajarme un ratito de este tren, tomar tu mano así, de sorpresa y jalarte hacia una estación que nadie conozca, un lugar fuera de los conceptos tiempo, pertenencia, sociedad, clan, trabajo, responsabilidad, ambición, posesión, ficción, y muchos otros. Te quitaría los zapatos y caminaríamos descalzos en una alfombra de hierba, sintiendo en la piel su roce y en nosotros los rayos del sol. Emanaríamos luz, luz cálida, ambarina, luz multicolor-
No quiere pensar en  aquel otro mundo. Desearía permanecer por siempre en esa habitación. Un pájaro se ha posado en la penca de un maguey exactamente allí, bajo la ventana. Cree escuchar un sonido a sus espaldas, pero al volver los ojos a la cama, descubre que está vacía, que en realidad ella no está allí, que su cuerpo no ha vivido la noche anterior en su compañía, que los besos y las desenfrenadas caricias se han convertido en un imposible. Que las cosas pierden su perfil, desvaneciéndose en siluetas informes y los contornos de la cama se desdibujan, pierden nitidez. Paralizado, siente que sus miembros se aflojan y un hormigueo recorre sus piernas, subiendo lentamente hasta el pecho del cual emerge un suspiro profundo.  Incierto se aproxima y en el centro del lecho distingue una pequeña masa informe. Es de color rojo y se mueve espasmódicamente. Azorado descubre que ese bulto que yace frente a él abandonado entre las sábanas, es su propio corazón.