viernes, 18 de julio de 2008

Cascos en la ópera

Tuve que guardar los tacones en una bolsa, par poder salir del rancho, pues las piedras del camino me hubieran provocado una caída mortal. Mis mejores galas, los rizos sueltos. Bajando con cuidado por el camino escarpado que lleva al pueblo, la Bebi y yo y nos dirigimos a la casa de mi hermana, ella estaba terminando de arreglarse. Nos subimos al carro listas y perfumadas, rumbo a Matehuala. Emocionadas, pues el evento de esa noche era la ópera Tosca y para mí la primera vez que iba a ver en vivo uno de los géneros musicales que me gusta mucho. Llegamos temprano, logramos encontrar un buen lugar para estacionar y nos acercamos a la fila que ya era bastante numerosa. Al poco rato fueron cayendo los demás. Carlos traía los cascos y nos los pusimos. Está acción formaba parte de un plan estratégico. Todo calculado, diría él. La reacción de la gente fue muy curiosa. Algunos nos miraban como extraterrestres. La señora de enfrente de la fila nos preguntó si era una protesta porque el teatro Othón se está cayendo.
Comenzaron a entrar los boletos de cinco mil y los de quinientos, ellos desfilaban por el centro de la pasarela. La crema y nata de la ciudad. Nosotros, los de cien fuimos los últimos, los de galerías. La escenografía me gustó mucho. Las miradas iban del escenario a los locos sentados con casco arriba del teatro. Finalmente, dieron la tercera llamada y comenzó la función. El pobre de Cavaradossi no tenía mucha potencia en la voz y por momentos el conjunto de instrumentos rebasaba su sonido. El director de la orquesta se movía con gracia magistral en el estrado. Mira que bien suenan los violines, me dijo mi hermana, y que buena coordinación entre los instrumentos de viento también. Yo le contesté: Mira que bien se ve el trasero del director, ja, ja.
La obra dura aproximadamente tres horas, y en el primer intermedio se nos acercaron dos periodistas, uno de prensa y otro de televisión a preguntarnos que hacíamos con esos cascos. Le explicamos que era una manera de creativa de llamar la tención acerca del deterioro del teatro, ya que en días anteriores se cayó una de las bardas que limitan la propiedad con el colegio vecino y en general el lugar requiere de mantenimiento y restauración, por lo que decidimos utilizar cascos con nuestra ropa elegante, muy acorde a la ocasión para lograr la atención de la ciudadanía. Nos tomaron fotografías y efectivamente salimos en el periódico, todos formaditos, elegantes y con cascos mineros. Luego dio inicio el segundo acto y nos concentramos en la música. En el siguiente intermedio, estábamos muy cotorrones cuando de repente me dice mi hijo: Mami, hay una cucaracha enfrente de ti, ahí, debajo de unos cables del barandal. Salté del asiento, era enorme y corrió hacia Simone, quien la pisó con toda la fuerza de que fue capaz y el ruido que provocó este aplastamiento, hizo que lanzara un grito que se escuchó en todo el teatro. Después sentí un líquido agrio y amargo subir por mi garganta y casi vomito. Me tapé la boca para contener la arcada. La gente nos miraba con cara como de: Uff que falta de decoro. Mientras tanto, mi hermana había bajado a saludar a los músicos. Ella tiene un gran conocimiento de la ópera ya que durante muchos años se dedicó a asistir a todos los eventos del Palacio de Bellas Artes. Total que una violinista ucraniana le preguntó que qué hacíamos con esos cascos. Ella le platicó el asunto y la rubia le dijo que pensó que éramos unos gringos que habíamos ido de paseo a visitar una mina y nos habían regalado los cascos. A mi hermana le dio mucha risa la versión y en esas estaba cuando de repente la violinista le pregunta, con el ojo cáido ¿Y que hace una mujer tan hermosa como tu viviendo en Real de Catorce? Momento de silencio, se oyeron los grillitos de la noche y con una sonrisa se despidió de ella: Disculpa, es que me están esperando. ¡Fiuuuuu, de la que me salvé, pensó mi hermana!
Me sorprendió que en general los niños aguantaron bastante bien las tres horas de ópera-telenovela que nos fuimos a chutar a Matehuala, sobre todo las niñas, estaban fascinadas con Tosca y sus vestidos. Cuando terminó la función, el público aplaudió a rabiar, sobre todo al malvado Scarpia, que fue uno de los mejores intérpretes de la noche. Por supuesto que cuando le llegó el turno de los aplausos al director Miramontes Júnior, mi hermana y yo nos pusimos de pie y hasta le chiflamos, demostrando con esto todo el roce cosmopolita que nos distingue. Y le dije, si en Matehuala todavía alguien no nos conocía, lo acaban de hacer. No habíamos cenado nada, ni tiempo nos dio, así que salimos, todavía con los cascos que por cierto ya nos habían provocado una picazón tremenda. Tuvimos que caminar un par de cuadras para llegar al restaurante, aguantando el martirio de mis bellos zapatos que si me pongo una vez al año es mucho, hasta ampolla me salió. Unos muchachos estaban sentados en una banca de la plaza de armas y nos vieron pasar, seguramente se preguntaron de dónde salían estos raritos. Regresamos charlando de lo más lindo con mi hermana. La niña ya dormida en el asiento de atrás, nosotras compartiendo ese íntimo instante. Cuando llegamos a la casa, acosté a la pequeña pero a mí se me había ido el sueño, quien sabe que cosas me despertó la música que me daban ganas de cantarle a las estrellas, a la noche, al fuego, a la creación. No llegué a tanto, salí al jardín y me acerqué a los gatos, que comenzaron a ronronear y les canté una de mis arias favoritas Recóndita Armonía, que me llega hasta la médula. Qué bonito, la piel se me enchinaba, mientras los gatos, de lo más plácidos se habían quedado dormidos en el hueco de mis brazos.
Pasé el resto de la semana cantando arias en la ducha, en la cocina, en el taller, en el trabajo, en la plaza, en la calle y hasta en la clase de sudor y martirio, mejor conocida como acondicionamiento físico. Tanto que hasta mis niños comenzaron a mirarme raro. Está bien, les dije. La semana que viene hay un concierto de los Indomables de Cedral, ¿Vamos?