lunes, 11 de agosto de 2008

El niño y el caballo

Por Mercedes Aquino
Hace varios años ya, cuando recién acababa de llegar al pueblo, recorría fascinada las calles con la cámara al hombro. Todo era motivo de alegría. Ante mis ojos se desplegaban visiones mágicas, pedacitos de realidad. Un día escuché un chillido, pensé que se trataba de un animal, tal vez un cerdito o un cachorro enganchado en algún lado. Siguiendo el sonido bajé por la calle que lleva al puente de La purísima y allí descubrí a un niño, no tendría más de seis años, estaba sucio y en su rostro se advertían las huellas del llanto derramado. Estaba agachado al lado de un palo. Una de sus manos estaba amarrada a éste con un mecate. Así, como un animalito encontré a esta criatura. Una furia intensa me recorrió y comencé a gritar. De una de las puertas de enfrente asomó una niña, más pequeña y con una carita idéntica a la de él, se trataba sin duda de su hermana, así que le pregunté donde esta tú madre y ella se escondió en la casa. Tuve la duda que asalta a los fotógrafos en varios y determinantes momentos de sus vidas. ¿La tomo o lo desato? Sin perder tiempo accioné el obturador. A los pocos minutos apareció la madre, una mujer pequeña, demacrada. Uno podría pensar que tendría en su rostro la oscuridad reflejada, la maldad. No estaba preparada para encontrarme con Paula, una señora que evidentemente, lo supe después, tenía problemas mentales. Le pedí que desamarrara al niño, le dije que estaba atentando contra sus derechos, que debía liberarlo inmediatamente de lo contrario llamaría a la policía. Ella sólo me contestó, con una sonrisa simple en su cara: Es que se porta mal, le pega a su hermana. Y fue a liberar a su hijo. Traté de explicarle que eso no estaba correcto, que existen otras maneras de educar. Hablamos largo rato, aunque no supe si en verdad sirvió de algo. Me miraba con cara de no comprender exactamente por qué daba tanta importancia a un asunto que para ella parecía normal. Quién sabe que cosas habrá vivido en su infancia.
Luego continué mi recorrido pero la luz del sol parecía haber perdido toda su fuerza y unas nubes de gris melancolía me hicieron regresar a casa. Revelé la foto en el laboratorio, todavía con una sensación de angustia en el pecho. Unas amigas que tenían contacto con Derechos Humanos del estado, me la pidieron para llevarla a la capital. Sólo sé que en la reunión los burócratas miraron horrorizados la imagen. La foto quedó guardada, pero nunca he olvidado la mirada de ese niño. De vez en cuando lo encuentro en el pueblo. Sé que no pudo terminar la primaria, repitió varias veces al cuarto grado hasta que su agresividad y atraso hizo imposible que pudiera continuar en la escuela. Era un chiquillo aislado, los demás lo rechazaban, no tenía amigos. El tiempo pasó, ahora ya es un muchacho. Cuida mucho su arreglo personal, le encantan las hebillas grandes y los sombreros rancheros. Bebe cerveza y va siempre a caballo, tiene un animal mediano, pinto al que se ve que adora. Pienso, cuando lo veo montando, que esa es su más grande alegría en la vida. Y una pequeña centella le brilla en los ojos, cuando se encamina a la montaña, y su espíritu libre, vuela al compás de su corcel.

1 comentario:

rightfly dijo...

Hola Mer, la esperanza no deja de sorprender, sin embargo la realidad le lleva la delantera. Me encantaria contar con una foto del niño atado a su "corcel infantil" y otra del joven y su hebilla hacia la libertad de su realidad. Gracias por compartir.