Por Mercedes Aquino
Salí un poco tarde esa mañana. La mochila lista con las provisiones necesarias para una estadía en el desierto. Sólo me faltaba llenar las botellas de agua. Terminé con los detalles mundanos y me dirigí a la calle de la iglesia. Allí, estaba estacionado el jeep de Márgaro. El frío era intenso por lo que me puse la chamarra de pluma y los guantes y me subí al techo. Cuando estuvo llena de gente, partimos hacia abajo. El abismo lucía inhóspito por causa del hielo que quemó las plantas. Pasamos junto al socavón donde hace pocas semanas perdió la vida un conocido. Murió una noche al caer de su burro. Y con tan mala suerte que estando borracho, se desplomó de cabeza en un charco y se ahogó. Los Catorce siempre ha sido un vergel en medio de tanta sequía. Las huertas y las ruinas de ese lugar evocan recuerdos de muchas aventuras pasadas. Al llegar a Carretas descendí del vehículo y me interné en el desierto, costeando la sierra. Los colores de esa tarde eran vívidos a pesar del cielo nublado. Horas caminando, sudando con la carga. Lo que cada uno decide portar a cuestas en la vida. El agua, necesaria para la sobrevivencia, la navaja, la comida y el abrigo. Pisaba con cuidado entre las gobernadoras, recordando la primera vez que me interné en ese lugar. Tenía tanto miedo entonces, una chica de ciudad afrontando el rigor de la naturaleza desconocida. En esta ocasión también experimenté un poco de temor. Por primera vez sola, a dormir junto al fuego. Llegué abajo del mezquite que buscaba y comencé a preparar el campamento. Recogí mucha leña pero es mejor hacerlo así, ya que no se sabe lo que puede suceder durante la noche. Cuando terminé, me recosté al sol y dejé que sus rayos entibiaran el frío interno que sentía a pesar de la larga travesía. Balsámico arrullo. Justo lo que necesitaba. Las montañas de la sierra fueron cambiando de tonalidad a medida que el sol se encaminaba rumbo al ocaso. Cayó la oscuridad. Iluminada con las llamas del abuelo fuego, fui dejando atrás el mundanal ruido. Esa noche, los coyotes no se acercaron demasiado. Ni los roedores se dejaron ver lo cual fue un gran alivio, en vista del asco que me provocan esos animales. No tuve que lidiar más que con mis propios demonios. Y vaya que fue duro. En el cielo nocturno resplandecían las enigmáticas estrellas de un universo muy personal. El frío atería mis huesos cada vez más profundamente y un tenue resplandor verde se entreveía en aquella penumbra primordial de todos los tiempos. Busqué un nuevo comienzo, en las nubes rosadas del alba. El frío arreciaba pero no había temor ni sombras. Recogí el campamento y deposité la fruta intacta en unas piedras, como ofrenda a los animales del desierto. La leña sobrante permaneció allí, quién sabe si en algún momento podrá ayudar a alguna alma perdida como yo. Con la mochila más ligera emprendí el regreso. Ya sudaba pero el hielo apenas lograba alejarse a tientas bajo los rayos solares. Entonces llegué a dónde estaba una gasolinera nueva. Allí pregunté la hora para conectarme de nuevo a lo que conocemos como mundo real. El jeep de Márgaro ya se había ido. Me dirigí a la plaza y se me acercó un señor a ofreciendo un viaje mágico y garantizado al maravilloso mundo del desierto peyotero. -Gracias, le contesté, tal vez en otra ocasión-. En eso se detuvo un autobús que iba para Matehuala. Era uno de esos vehículos en vías de extinción en este país. Tenía una televisión enorme justo atrás del chofer y durante todo el camino fuimos viendo un concierto de Paquita la del Barrio. La palanca de velocidades de plástico transparente dejaba ver un alacrán enorme en medio de estrellas multicolores. Un letrero de prohibido fumar, un cubre asientos de bolitas de madera, una estampita de san Judas Tadeo, un vidrio lateral de color lila y otro verde, un ventilador y una radio. El conductor iba vestido con una gorra de béisbol y una gruesa chamarra. Lucía un bigote espectacular. La carretera se extendía vasta, hacia el horizonte cada vez más allá. Y mientras el motor seguía rugiendo, Paquita cantaba Rata de dos patas. Ese fuego en el desierto quedó encendido, cobijado por la montaña sagrada, y llevo en lo profundo los rescoldos bien envueltos, para que no pierdan su terpor.
Salí un poco tarde esa mañana. La mochila lista con las provisiones necesarias para una estadía en el desierto. Sólo me faltaba llenar las botellas de agua. Terminé con los detalles mundanos y me dirigí a la calle de la iglesia. Allí, estaba estacionado el jeep de Márgaro. El frío era intenso por lo que me puse la chamarra de pluma y los guantes y me subí al techo. Cuando estuvo llena de gente, partimos hacia abajo. El abismo lucía inhóspito por causa del hielo que quemó las plantas. Pasamos junto al socavón donde hace pocas semanas perdió la vida un conocido. Murió una noche al caer de su burro. Y con tan mala suerte que estando borracho, se desplomó de cabeza en un charco y se ahogó. Los Catorce siempre ha sido un vergel en medio de tanta sequía. Las huertas y las ruinas de ese lugar evocan recuerdos de muchas aventuras pasadas. Al llegar a Carretas descendí del vehículo y me interné en el desierto, costeando la sierra. Los colores de esa tarde eran vívidos a pesar del cielo nublado. Horas caminando, sudando con la carga. Lo que cada uno decide portar a cuestas en la vida. El agua, necesaria para la sobrevivencia, la navaja, la comida y el abrigo. Pisaba con cuidado entre las gobernadoras, recordando la primera vez que me interné en ese lugar. Tenía tanto miedo entonces, una chica de ciudad afrontando el rigor de la naturaleza desconocida. En esta ocasión también experimenté un poco de temor. Por primera vez sola, a dormir junto al fuego. Llegué abajo del mezquite que buscaba y comencé a preparar el campamento. Recogí mucha leña pero es mejor hacerlo así, ya que no se sabe lo que puede suceder durante la noche. Cuando terminé, me recosté al sol y dejé que sus rayos entibiaran el frío interno que sentía a pesar de la larga travesía. Balsámico arrullo. Justo lo que necesitaba. Las montañas de la sierra fueron cambiando de tonalidad a medida que el sol se encaminaba rumbo al ocaso. Cayó la oscuridad. Iluminada con las llamas del abuelo fuego, fui dejando atrás el mundanal ruido. Esa noche, los coyotes no se acercaron demasiado. Ni los roedores se dejaron ver lo cual fue un gran alivio, en vista del asco que me provocan esos animales. No tuve que lidiar más que con mis propios demonios. Y vaya que fue duro. En el cielo nocturno resplandecían las enigmáticas estrellas de un universo muy personal. El frío atería mis huesos cada vez más profundamente y un tenue resplandor verde se entreveía en aquella penumbra primordial de todos los tiempos. Busqué un nuevo comienzo, en las nubes rosadas del alba. El frío arreciaba pero no había temor ni sombras. Recogí el campamento y deposité la fruta intacta en unas piedras, como ofrenda a los animales del desierto. La leña sobrante permaneció allí, quién sabe si en algún momento podrá ayudar a alguna alma perdida como yo. Con la mochila más ligera emprendí el regreso. Ya sudaba pero el hielo apenas lograba alejarse a tientas bajo los rayos solares. Entonces llegué a dónde estaba una gasolinera nueva. Allí pregunté la hora para conectarme de nuevo a lo que conocemos como mundo real. El jeep de Márgaro ya se había ido. Me dirigí a la plaza y se me acercó un señor a ofreciendo un viaje mágico y garantizado al maravilloso mundo del desierto peyotero. -Gracias, le contesté, tal vez en otra ocasión-. En eso se detuvo un autobús que iba para Matehuala. Era uno de esos vehículos en vías de extinción en este país. Tenía una televisión enorme justo atrás del chofer y durante todo el camino fuimos viendo un concierto de Paquita la del Barrio. La palanca de velocidades de plástico transparente dejaba ver un alacrán enorme en medio de estrellas multicolores. Un letrero de prohibido fumar, un cubre asientos de bolitas de madera, una estampita de san Judas Tadeo, un vidrio lateral de color lila y otro verde, un ventilador y una radio. El conductor iba vestido con una gorra de béisbol y una gruesa chamarra. Lucía un bigote espectacular. La carretera se extendía vasta, hacia el horizonte cada vez más allá. Y mientras el motor seguía rugiendo, Paquita cantaba Rata de dos patas. Ese fuego en el desierto quedó encendido, cobijado por la montaña sagrada, y llevo en lo profundo los rescoldos bien envueltos, para que no pierdan su terpor.