lunes, 17 de noviembre de 2008

El fuego

Por Mercedes Aquino
Salí un poco tarde esa mañana. La mochila lista con las provisiones necesarias para una estadía en el desierto. Sólo me faltaba llenar las botellas de agua. Terminé con los detalles mundanos y me dirigí a la calle de la iglesia. Allí, estaba estacionado el jeep de Márgaro. El frío era intenso por lo que me puse la chamarra de pluma y los guantes y me subí al techo. Cuando estuvo llena de gente, partimos hacia abajo. El abismo lucía inhóspito por causa del hielo que quemó las plantas. Pasamos junto al socavón donde hace pocas semanas perdió la vida un conocido. Murió una noche al caer de su burro. Y con tan mala suerte que estando borracho, se desplomó de cabeza en un charco y se ahogó. Los Catorce siempre ha sido un vergel en medio de tanta sequía. Las huertas y las ruinas de ese lugar evocan recuerdos de muchas aventuras pasadas. Al llegar a Carretas descendí del vehículo y me interné en el desierto, costeando la sierra. Los colores de esa tarde eran vívidos a pesar del cielo nublado. Horas caminando, sudando con la carga. Lo que cada uno decide portar a cuestas en la vida. El agua, necesaria para la sobrevivencia, la navaja, la comida y el abrigo. Pisaba con cuidado entre las gobernadoras, recordando la primera vez que me interné en ese lugar. Tenía tanto miedo entonces, una chica de ciudad afrontando el rigor de la naturaleza desconocida. En esta ocasión también experimenté un poco de temor. Por primera vez sola, a dormir junto al fuego. Llegué abajo del mezquite que buscaba y comencé a preparar el campamento. Recogí mucha leña pero es mejor hacerlo así, ya que no se sabe lo que puede suceder durante la noche. Cuando terminé, me recosté al sol y dejé que sus rayos entibiaran el frío interno que sentía a pesar de la larga travesía. Balsámico arrullo. Justo lo que necesitaba. Las montañas de la sierra fueron cambiando de tonalidad a medida que el sol se encaminaba rumbo al ocaso. Cayó la oscuridad. Iluminada con las llamas del abuelo fuego, fui dejando atrás el mundanal ruido. Esa noche, los coyotes no se acercaron demasiado. Ni los roedores se dejaron ver lo cual fue un gran alivio, en vista del asco que me provocan esos animales. No tuve que lidiar más que con mis propios demonios. Y vaya que fue duro. En el cielo nocturno resplandecían las enigmáticas estrellas de un universo muy personal. El frío atería mis huesos cada vez más profundamente y un tenue resplandor verde se entreveía en aquella penumbra primordial de todos los tiempos. Busqué un nuevo comienzo, en las nubes rosadas del alba. El frío arreciaba pero no había temor ni sombras. Recogí el campamento y deposité la fruta intacta en unas piedras, como ofrenda a los animales del desierto. La leña sobrante permaneció allí, quién sabe si en algún momento podrá ayudar a alguna alma perdida como yo. Con la mochila más ligera emprendí el regreso. Ya sudaba pero el hielo apenas lograba alejarse a tientas bajo los rayos solares. Entonces llegué a dónde estaba una gasolinera nueva. Allí pregunté la hora para conectarme de nuevo a lo que conocemos como mundo real. El jeep de Márgaro ya se había ido. Me dirigí a la plaza y se me acercó un señor a ofreciendo un viaje mágico y garantizado al maravilloso mundo del desierto peyotero. -Gracias, le contesté, tal vez en otra ocasión-. En eso se detuvo un autobús que iba para Matehuala. Era uno de esos vehículos en vías de extinción en este país. Tenía una televisión enorme justo atrás del chofer y durante todo el camino fuimos viendo un concierto de Paquita la del Barrio. La palanca de velocidades de plástico transparente dejaba ver un alacrán enorme en medio de estrellas multicolores. Un letrero de prohibido fumar, un cubre asientos de bolitas de madera, una estampita de san Judas Tadeo, un vidrio lateral de color lila y otro verde, un ventilador y una radio. El conductor iba vestido con una gorra de béisbol y una gruesa chamarra. Lucía un bigote espectacular. La carretera se extendía vasta, hacia el horizonte cada vez más allá. Y mientras el motor seguía rugiendo, Paquita cantaba Rata de dos patas. Ese fuego en el desierto quedó encendido, cobijado por la montaña sagrada, y llevo en lo profundo los rescoldos bien envueltos, para que no pierdan su terpor.

sábado, 8 de noviembre de 2008

La bisabuela

Por Mercedes Aquino
Fuimos a Cedral a comprar las flores, las calaveras de azúcar, las veladoras, las galletas, la fruta, la canela y el piloncillo para el ponche. Cuando llegamos a casa, sacamos el baúl de los recuerdos y comenzamos a buscar las fotos de nuestros muertos. No aparecía ninguna de la bisabuela. Hasta que por fin recordé una caja de fotografías en blanco y negro guardada entre los libros, y allí apareció una imagen de ella, con su sombrero de campesina y el azadón en mano, junto a la playera puesta a secar del Che Guevara. Así era la nonna Ines. Una guerrera hasta sus noventa y tres años, momento en que decidió que ella no iba a mudarse a una casa más pequeña y se fue a para no volver, por lo menos no en esta vida. Nunca dejó de trabajar la tierra, tenía una pequeña hortaliza donde crecían unas maravillosas berenjenas, unas lechugas espectaculares y unos jitomates jugosos con los que preparaba las conservas. Cocinaba bien, su especialidad era el conejo con vino blanco y hierbas aromáticas. Aunque el platillo preferido de todos eran los cappelleti flotando en un delicioso y humeante caldo de gallina con unas gotas de vino rojo. Amaba las visitas y siempre tenía en su congelador helados de chocolate. Fue la menor de trece hermanos. Sepultó a dos hijas y una nuera. Encontró el cadáver de una de sus hermanas que se había suicidado por amor. Vivió en matrimonio durante sesenta y más años con Giulio, antes de que una enfermedad se lo llevara y la dejara sola en aquella enorme mansión. Ya no podía cargar bebés, pero era buena cuidando a su biznieto, las sonrisas sin dientes de ambos parecían cautivarse durante horas. Ella, que padeció hambre, que vivió las dos guerras mundiales, que en sus últimos meses nos pidió que no fuéramos a Alemania en ese viaje, que allá la gente es mala, mala de verdad, conservaba en su álbum de recuerdos un retrato de su niña muerta y bien maquillada, que logró encargar al fotógrafo del pueblo con sus últimos ahorros antes del entierro. En el viejo continente, todo es luto y tristeza el día de muertos. Los cementerios se llenan de gente luciendo sus últimos abrigos de la temporada otoño invierno y los más grandes arreglos de flores exóticas. Luego se sientan frente a las urnas a llorar. A casi nadie le ponen tumba, sólo ese cuadro de mármol con florero y veladora electrónica integrados donde tal vez estén los restos de varios miembros de la familia. A pesar de que han transcurrido varias décadas desde que terminó la guerra, la generación de Ines nunca se creyó aquello del bienestar y los lujos. Se burlaba porque teníamos todo y no sabíamos apreciarlo, cuando en sus tiempos, un pedazo de salchicha en la polenta se comía una vez al año, con suerte. También criticaba a las mujeres que ya no sabían cocinar como antes. A los hombres no los criticaba, porque los hombres son niños, decía. Murieron tantas personas en la guerra y quedaron marcados con una tristeza indeleble. Aquí también tenemos nuestro pasado sangriento, incontables batallas donde perdió la existencia mucha gente. Sin embargo, tal vez acostumbrados a las guerras floridas y a los sacrificios a antiguos dioses, se concibe a la muerte de manera muy distinta. Era un honor ofrecer la vida para contentar a los creadores. En México, la muerte es amiga, comadre y compañera de borracheras. Por eso trato de mantener esa tradición en casa. Colocamos el altar en la mesa pequeña bajo la ventana que tiene la mejor vista al pueblo, el camino de flores de cempasúchil, los platos con la comida favorita de los muertos, el vino, las salchichas que le encantaban a la bisabuela, el cigarrito para el tío Luciano, las cañas y mandarinas y las veladoras en todos lados. Los niños realmente se inspiraron, acomodando todo a su gusto. Quedó tan bonito. Cada uno de nuestros muertos allí presente, con las cosas que apreciaban en vida. Y nos fuimos a dormir. Esa noche se armó un fandango en la sala. Una pachanga descomunal. Nosotros estábamos dormidos, pero sin duda que también participamos en la fiesta. La algarabía se prolongó hasta el amanecer. La nonna Ines se levantó la falda arriba de los tobillos (estoy segura) y se quitó los zapatos para bailar con los demás.

domingo, 2 de noviembre de 2008

El calentamiento global

Por Mercedes Aquino
Llegó de noche, en un taxi procedente de Matehuala. Mi amigo el del dálmata, dos años sin vernos. Bajó del vehículo con su mochila y nos dimos un fuerte abrazo, de esos que se dan cuando los años de conocerse han logrado surcar un océano de incertezas y hacer que los navíos toquen puerto, estás en familia. La primera noche la pasamos hablando. De su enorme equipaje sacó unas películas. An inconvenient truth, de Al Gore, Endgame de Alex Jones y otras sobre el 911 y el terrorismo. Ya meses atrás, un ángel enviado del cielo parisino me había traído información muy interesante sobre el mundo alternativo a la Matrix que existe allá afuera. En el rancho, a veces llegan ciertos seres enviados especialmente, digo yo, para no dejar de aprender. Me fueron recomendados varios sitios, me hablaron de lo que pretenden hacer al privatizar internet. Y de tantas cosas que me dejaron azorada, como que existen sitios donde puedes escoger un ser virtual y vivir una vida virtual, comprar propiedades, hacer el amor, consumir drogas, comprar ropa de diseñador, hacer un deporte extremo, incluso matar gente si ese es tu gusto. Y todo por una módica suma. También supe de un hombre que tiene más de 300 websites, todos de él. Y cosas por el estilo. Me di una encerrona para ver las películas de mi amigo. Luego, decidí salir. Eran las seis de la mañana y viajaba con mi vehículo a gran velocidad cuando vi una estrella fugaz. La sentí toda para mí solita y le pedí un hermoso deseo que espero se cumpla algún día, muy pronto. Mientras el alba se anunciaba a través de unas nubes rosadas, fui reflexionando acerca del calentamiento global. La película de Gore me pareció muy ilustrativa, digamos que lleva las cifras científicas a un nivel entendible. Claro, me sorprende que el hombre siempre se vea sentado en un carro o en un avión, que son de las fuentes más contaminantes como él mismo lo dice y claro, al final esa visión americanista de Nosotros sí podemos, tenemos el poder. Dice Gore, a manera de conclusión: Hemos sido capaces de acabar con la esclavitud en nuestro país (que estaba dividido porque unos no querían), de ganar guerras (sólo se le olvida mencionar a los millones de personas que han muerto a causa de ellas), de vencer al comunismo, de acabar con enfermedades que eran consideradas incurables. A pesar de ese infaltable discurso pro supremacía capitalista, el hombre nobel de consolación tiene razón. Alex Jones nos da otra visión, acerca de un pequeño grupo cuyo maquiavélico plan es esclavizar a la población mundial y critica esta premisa, diciendo que el realidad el impuesto que pretenden cobrar sobre las emisiones de carbono es para enriquecer las arcas del grupo Bildenberg. ¿Qué estamos haciendo en este momento contra el calentamiento global? Me llegó esa duda luego de lo del basurero. Estoy completamente de acuerdo en que todos podemos inventar algo, cada uno de nosotros tiene el deber de actuar, aunque sea en algo tan sencillo como bañarse con agua tibia, usar envases de vidrio, o acostumbrarse a la bicicleta. O dar la vuelta al mundo sin utilizar combustibles fósiles como Tim Harvey (vancouvertovancouver.com) Pero si el sistema no cambia en la base ¿cómo podremos hacerlo? Tuve una seria conversación con mis hijos. Pensé en llevarle la película de la verdad inconveniente a la maestra de ciencias de la secundaria, lástima que no se puede copiar. Otra incongruencia. ¿No debería llegar a la mayor cantidad de gente, incluso a quienes no pueden pagar 300 pesos por ella? Un día salimos con Carmelo el burro, que por cierto ya no es obeso y se ha vuelto muy veloz. Fuimos a recoger basura en la hondonada y llenamos cuatro costales en un ratito. Y eso que es un pueblo de mil quinientos habitantes. Otro amigo, que vive en el Nido del Tecolote y es anfitrión de un portal galáctico me recomendó un video muy bueno que se llama Story of Stuff. Allí también nos hablan de lo equivocado que es el sistema en el que vivimos y pretendemos evolucionar. Todas esas noticias llegan del mundo exterior mientras el pueblo se ve rodeado de la basura que queda luego de las fiestas de Panchito, y una nata color café domina el horizonte, producto de la contaminación de alguna de las grandes ciudades. En tanto el frio da las primeras señales de que ahí viene el invierno, mientras las hojas de los nogales ya comienzan a desprenderse y el cerro del Lucero se cubre de nubes bajas. Sí, así es el mundo que nos tocó vivir y cuando regreso de la ciudad siempre agradezco ser tan privilegiada. Al mismo tiempo, sé que hay muchas personas como mi amigo que habitan allí y son eyocan ( los eyocan eran quienes dentro de las sociedades tribales hacían las cosas al revés, se iban por otro camino, renegaban de algún modo contra las leyes sociales establecidas). El planeta no va a esperar a que nos pongamos de acuerdo. Tampoco creo que vayan a llegar los de la nave de la otra noche a proponer alguna milagrosa solución. Aunque me encantaría que me llevaran a dar un paseíto. Le platiqué a otro amigo acerca de estas películas. Su repuesta fue muy ilustrativa: No, mejor no las veo, de eso no me quiero enterar.