sábado, 8 de noviembre de 2008

La bisabuela

Por Mercedes Aquino
Fuimos a Cedral a comprar las flores, las calaveras de azúcar, las veladoras, las galletas, la fruta, la canela y el piloncillo para el ponche. Cuando llegamos a casa, sacamos el baúl de los recuerdos y comenzamos a buscar las fotos de nuestros muertos. No aparecía ninguna de la bisabuela. Hasta que por fin recordé una caja de fotografías en blanco y negro guardada entre los libros, y allí apareció una imagen de ella, con su sombrero de campesina y el azadón en mano, junto a la playera puesta a secar del Che Guevara. Así era la nonna Ines. Una guerrera hasta sus noventa y tres años, momento en que decidió que ella no iba a mudarse a una casa más pequeña y se fue a para no volver, por lo menos no en esta vida. Nunca dejó de trabajar la tierra, tenía una pequeña hortaliza donde crecían unas maravillosas berenjenas, unas lechugas espectaculares y unos jitomates jugosos con los que preparaba las conservas. Cocinaba bien, su especialidad era el conejo con vino blanco y hierbas aromáticas. Aunque el platillo preferido de todos eran los cappelleti flotando en un delicioso y humeante caldo de gallina con unas gotas de vino rojo. Amaba las visitas y siempre tenía en su congelador helados de chocolate. Fue la menor de trece hermanos. Sepultó a dos hijas y una nuera. Encontró el cadáver de una de sus hermanas que se había suicidado por amor. Vivió en matrimonio durante sesenta y más años con Giulio, antes de que una enfermedad se lo llevara y la dejara sola en aquella enorme mansión. Ya no podía cargar bebés, pero era buena cuidando a su biznieto, las sonrisas sin dientes de ambos parecían cautivarse durante horas. Ella, que padeció hambre, que vivió las dos guerras mundiales, que en sus últimos meses nos pidió que no fuéramos a Alemania en ese viaje, que allá la gente es mala, mala de verdad, conservaba en su álbum de recuerdos un retrato de su niña muerta y bien maquillada, que logró encargar al fotógrafo del pueblo con sus últimos ahorros antes del entierro. En el viejo continente, todo es luto y tristeza el día de muertos. Los cementerios se llenan de gente luciendo sus últimos abrigos de la temporada otoño invierno y los más grandes arreglos de flores exóticas. Luego se sientan frente a las urnas a llorar. A casi nadie le ponen tumba, sólo ese cuadro de mármol con florero y veladora electrónica integrados donde tal vez estén los restos de varios miembros de la familia. A pesar de que han transcurrido varias décadas desde que terminó la guerra, la generación de Ines nunca se creyó aquello del bienestar y los lujos. Se burlaba porque teníamos todo y no sabíamos apreciarlo, cuando en sus tiempos, un pedazo de salchicha en la polenta se comía una vez al año, con suerte. También criticaba a las mujeres que ya no sabían cocinar como antes. A los hombres no los criticaba, porque los hombres son niños, decía. Murieron tantas personas en la guerra y quedaron marcados con una tristeza indeleble. Aquí también tenemos nuestro pasado sangriento, incontables batallas donde perdió la existencia mucha gente. Sin embargo, tal vez acostumbrados a las guerras floridas y a los sacrificios a antiguos dioses, se concibe a la muerte de manera muy distinta. Era un honor ofrecer la vida para contentar a los creadores. En México, la muerte es amiga, comadre y compañera de borracheras. Por eso trato de mantener esa tradición en casa. Colocamos el altar en la mesa pequeña bajo la ventana que tiene la mejor vista al pueblo, el camino de flores de cempasúchil, los platos con la comida favorita de los muertos, el vino, las salchichas que le encantaban a la bisabuela, el cigarrito para el tío Luciano, las cañas y mandarinas y las veladoras en todos lados. Los niños realmente se inspiraron, acomodando todo a su gusto. Quedó tan bonito. Cada uno de nuestros muertos allí presente, con las cosas que apreciaban en vida. Y nos fuimos a dormir. Esa noche se armó un fandango en la sala. Una pachanga descomunal. Nosotros estábamos dormidos, pero sin duda que también participamos en la fiesta. La algarabía se prolongó hasta el amanecer. La nonna Ines se levantó la falda arriba de los tobillos (estoy segura) y se quitó los zapatos para bailar con los demás.

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