domingo, 21 de febrero de 2010

Cartas desde el sur...en moto

Otro día, salí con el tío Gonzalo. Me llevó a conocer la tumba de mi abuela materna Martha María, quien descansa en el cementerio de La Recoleta, sitio afamado por los ilustres (les digo) personajes que forjaron parte de la historia de esta nación. La más visitada, Evita por supuesto. Arquitectónicamente, el lugar es una belleza. Hay tumbas hermosas. Pero la que más me llamó la atención fue la de Manuel Pegasano, el representante de la Unión de Fabricantes del Fideo. Y la placa conmemorativa, reconocimiento de sus queridos socios y amigos por ser hombre íntegro y generoso.
Eso de visitar a la abuela era un pendiente que tenía y la vida me dio la oportunidad de hacerlo. Me puse a charlar un rato con ella, le conté lo que hice estos años que estuve ausente, de cómo son privilegiados algunos niños por tener cerca a sus abuelos, de lo blanco y lo negro, del linaje femenino de la familia, de mis andanzas y las suyas, de amores y desamores. Nos reímos y lloramos un poco. Pero al final nos abrazamos.
Luego, me subí en la moto con Gonzalo y nos fuimos a recorrer Buenos Aires bajo un calor abrasador. La brisa nos refrescaba por momentos y la bolsa donde llevo la cámara revoloteaba sobre mi espalda. Vi por primera vez el Rio de la Plata. Nos acercamos a un malecón donde pescaba la gente y tomaba mate. Frente a la costa, un barco encallado, oxidado, se vestía de anaranjado conforme los rayos del sol iban declinando hacia la noche. Y hacia el sur, el edificio del Club de Pesca resaltaba en primer plano, tapando a medias la construcción de allá al fondo que, me dijo el tío, pertenece a la Compañía de Luz. Seguimos otro poco, hacia la ciudad universitaria que por cierto lucía hermosos jardines con botellas de plástico y basura. Y finalmente, la Marina donde mi tío aprendió a navegar, donde comenzó con un amigo sus pininos en un barco para descubrir al poco tiempo que ese es su gran placer en la vida. Me lo puedo imaginar con una sonrisa de niño y el pelo despeinado, moviéndose entre los cables, postes, velas y demás (desconozco los nombres técnicos) artilugios de la navegación. Por cierto, a Álvaro mi otro tío también le gusta navegar, entre los dos han recorrido hermosos lugares y seguramente vivido aventuras increíbles que espero me puedan contar algún día. Por lo pronto, aquella tarde en la marina nos sentamos a tomar una cerveza que de tan helada se escurrían las gotas en las piernas y allí descubrí que a Gonzalo también le gusta la poesía, que no puedo dejar de leer a Miguel Hernández y a Paul Eluard. Que mi mamá también fue niña que hacía travesuras a veces, que la libertad de observar el horizonte desde un barco sintiendo el viento despeinando las ideas es incomparable y que a pesar de todos estos años de ausencia, puedo compartir un momento así y sentirme ligerita y como invadida por una apacible calidez. Y también me encantó escuchar anécdotas de mi abuelo, con quien durante muchos años mantuve correspondencia. Me ayudó a humanizarlo un poco y bajarlo de un pedestal donde lo había puesto. Ni bueno ni malo, pero es importante no divinizar a los hombres (ese fue uno de los secretos que me susurró mi abuela a través del mármol y el cristal de la tumba Kemper). Las cartas que le mandé al abuelo me fueron devueltas por mi madre hace un par de años y disfruté muchísimo leyéndome a los trece años, contándole cosas como: Querido abuelito, aunque no lo creas, ahora no tengo novio!!! O todavía no sé que voy a hacer cuando sea grande, me tengo que decidir entre azafata, periodista o bióloga marina, pero lo más probable es que me dedique a las actividades subacuáticas!!!
Aprendí que en Misiones, donde vivió la familia, hay animales bastante ponzoñosos y hace calor y llueve mucho. Que pasaron una linda infancia mi madre y sus hermanos correteando en esos lugares. Que la abuela horneaba ricas galletas y tenía finos manteles y cristalería para las ocasiones especiales, como se usaba en otros tiempos.
Cabellera enmarañada, cuerpo vibrando aún por el movimiento de la moto y cuando llegamos a la Avenida donde vivo, un retén de policía. Estos controlan que no manejes borracho, me dijo Gonzalo. Me bajé de la moto, le dije adiós, y con el estilo de ranchera cándida que me caracteriza a veces, le grité: ¡La pasé muy bonito, gracias por la cerveza! Pero parece que sólo les dio risa y lo dejaron ir.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

JAJAJAJA MI AMIGA, CON TANTAS OPCIONES, Y TERMINASTE TODOLOGA VIAJERA....
HERMOSA DESPEDIDA, MUY A SU ESTILO

José Antonio dijo...

Inevitablemente somo lo que hemos hecho, la gente que conocimos, aquello que hemos mirado, somos nuestro pasado y ello en suma es el presente y demarcara las desiciones de lo que haremos en nuestro porvenir.
En todo ello, fundamentalmente nos debemos a nuestros ancestros, por lo menos, en cuanto a la existencia.

Este relato honra lo que somos como humanos.