Ese día desperté y me desperecé en la cama con una sonrisa. Decidí que iba a vivirlo tal cual llegara. Poco a poco estoy entendiendo que uno debe tratar de fluir con las fuerzas del universo y tener confianza en que todo lo que sucede es el dibujo fijo de una realidad móvil y forma parte de un entramado complejo y a la vez hermoso. Without expectations, diría alguien a quien una vez creí querer. Estaba completamente desnuda en la cama, porque con el calor que hace no puedes acostarte de otra manera, y fui recorriendo mi cuerpo, lentamente, inspeccionando mis fuerzas y debilidades, tocando los músculos, los vellos, la piel. Reconociendo también aquellos lugares donde el paso de los años comienza a dejar su huella, y las cicatrices que hablan de aventuras pasadas, de abordajes y batallas, de la llegada al mundo de las dos estrellas que me eligieron y que yo elegí, de una vida intensa y plena… me regalé ese momento de re-conocimiento del cuerpo que habito ahora. En este viaje, como por obra de un poderoso sortilegio, parecieran mis emociones estar envueltas en calor y son de una materia indescriptible que comienza a desprenderse en capas. Cambio de piel.
Bajé a la cocina, me preparé un desayuno de reina y decidí que ese día no iba a salir. Me quedé en casa, en la modorra total, dando tregua a mis pies por los días anteriores, digiriendo las experiencias, descansando con un gusto enorme. Hacia la una, abrí una botella de champagne, elegida especialmente para la ocasión, y bañé mis cerebro con burbujas trasparentes y traviesas. Me pasé en día hablando con amigos de varias latitudes, todo gracias a la tecnología y escribiendo un poco también. Por la tarde, llegó Emma, quien me hizo un lindo e inesperado regalo. A las siete, salimos a ver un espectáculo de danza aérea en el Parque Centenario. Ella invitó a sus compañeros de las clases de español, y al final llegaron sólo mujeres: una alemana, una holandesa, una colombiana, la inglesa y yo. Y menciono las nacionalidades solamente para dar una idea del cuadro que formábamos juntas las cinco mujeronas (bueno, lo admito, yo era la más bajita) paseando entre la multitud. Los bailarines de tango llevaban unos arneses especiales con elásticos y nos deleitaron, junto con un cantante y una orquesta muy buena, con danzas hermosas, etéreas a veces y qué decir, de una intensidad erótica en el escenario que resultaba ante los ojos una sublime forma de poesía del cuerpo. La holandesa metió unas cervezas de contrabando e hicimos el primer brindis de la noche, todas me felicitaron. Al salir, un grupo de percusiones tocaba entre los árboles y nos acercamos a escuchar un ratito, luego, le pregunté a un grupo de chicos por un buen bar para conocer. Nos mandaron por el rumbo de Hollywood Palermo o algo así. Había un salón de donde se bailaba salsa y tango, a la colombiana y a mí nos brillaron los ojitos ¡SALSA! No cabe duda que los humanos somos bichos de costumbres. Pero al asomarnos al lugar, la gente tenía unos boletitos en las manos, eran clases, no fiesta. Pregunté a la señora de la recepción ¿Hay vino? Las europeas querían entrar, pero Andrea y yo, huimos despavoridas, mira que en Colombia a la gente le gusta la fiesta, la parranda como a nosotros. Total que salimos y nos fuimos a un boliche. Comimos delicioso y como suele suceder desde que llegué a este país, me puse a hablar hasta por los codos. Ametralladora disparando palabras a diestra y siniestra. Un momento divertido y si bien no fue una gran pachanga, me la pasé súper bien. Emma y yo comenzamos a caminar para conseguir un taxi. Finalmente llegamos a una gasolinera y en la esquina esperábamos cuando notamos que atrás de nosotras estaba uno. El señor nos mira y dice, súbanse chicas, este es el mejor transporte de la ciudad. Resultó ser un hombre muy platicador, lo malo es que es de esos que le gusta mirar a la gente a la cara cuando habla, y siendo taxista, la combinación no es precisamente lo mejor. Hablaba inglés, alemán, francés y español, mismos que iba combinando mientras nos contaba sus peripecias en diferentes países. Estaba loco de atar, para mí que era espía de joven o algo así. Me lo imagino en Alemania del este, con esos lentes de fondo de botella, haciéndose el chiflado de día y entrando subrepticiamente por las noches a copiar documentos con microfilm. En fin, el hombre se pasó lo semáforos en rojo, iba a 20 kilómetros por hora, forzaba el clutch y el motor de ese pobre carro de un modo alucinante, mientras contaba mil y un cosas absurdas e hilarantes. Pero él no quería hacernos reír, él era serio. Cuando llegamos al barrio de Recoleta, tuvimos que decirle por dónde era la calle, ya se estaba yendo directo al cementerio. Oiga don, que para allá no queremos ir, todavía…
Bajé a la cocina, me preparé un desayuno de reina y decidí que ese día no iba a salir. Me quedé en casa, en la modorra total, dando tregua a mis pies por los días anteriores, digiriendo las experiencias, descansando con un gusto enorme. Hacia la una, abrí una botella de champagne, elegida especialmente para la ocasión, y bañé mis cerebro con burbujas trasparentes y traviesas. Me pasé en día hablando con amigos de varias latitudes, todo gracias a la tecnología y escribiendo un poco también. Por la tarde, llegó Emma, quien me hizo un lindo e inesperado regalo. A las siete, salimos a ver un espectáculo de danza aérea en el Parque Centenario. Ella invitó a sus compañeros de las clases de español, y al final llegaron sólo mujeres: una alemana, una holandesa, una colombiana, la inglesa y yo. Y menciono las nacionalidades solamente para dar una idea del cuadro que formábamos juntas las cinco mujeronas (bueno, lo admito, yo era la más bajita) paseando entre la multitud. Los bailarines de tango llevaban unos arneses especiales con elásticos y nos deleitaron, junto con un cantante y una orquesta muy buena, con danzas hermosas, etéreas a veces y qué decir, de una intensidad erótica en el escenario que resultaba ante los ojos una sublime forma de poesía del cuerpo. La holandesa metió unas cervezas de contrabando e hicimos el primer brindis de la noche, todas me felicitaron. Al salir, un grupo de percusiones tocaba entre los árboles y nos acercamos a escuchar un ratito, luego, le pregunté a un grupo de chicos por un buen bar para conocer. Nos mandaron por el rumbo de Hollywood Palermo o algo así. Había un salón de donde se bailaba salsa y tango, a la colombiana y a mí nos brillaron los ojitos ¡SALSA! No cabe duda que los humanos somos bichos de costumbres. Pero al asomarnos al lugar, la gente tenía unos boletitos en las manos, eran clases, no fiesta. Pregunté a la señora de la recepción ¿Hay vino? Las europeas querían entrar, pero Andrea y yo, huimos despavoridas, mira que en Colombia a la gente le gusta la fiesta, la parranda como a nosotros. Total que salimos y nos fuimos a un boliche. Comimos delicioso y como suele suceder desde que llegué a este país, me puse a hablar hasta por los codos. Ametralladora disparando palabras a diestra y siniestra. Un momento divertido y si bien no fue una gran pachanga, me la pasé súper bien. Emma y yo comenzamos a caminar para conseguir un taxi. Finalmente llegamos a una gasolinera y en la esquina esperábamos cuando notamos que atrás de nosotras estaba uno. El señor nos mira y dice, súbanse chicas, este es el mejor transporte de la ciudad. Resultó ser un hombre muy platicador, lo malo es que es de esos que le gusta mirar a la gente a la cara cuando habla, y siendo taxista, la combinación no es precisamente lo mejor. Hablaba inglés, alemán, francés y español, mismos que iba combinando mientras nos contaba sus peripecias en diferentes países. Estaba loco de atar, para mí que era espía de joven o algo así. Me lo imagino en Alemania del este, con esos lentes de fondo de botella, haciéndose el chiflado de día y entrando subrepticiamente por las noches a copiar documentos con microfilm. En fin, el hombre se pasó lo semáforos en rojo, iba a 20 kilómetros por hora, forzaba el clutch y el motor de ese pobre carro de un modo alucinante, mientras contaba mil y un cosas absurdas e hilarantes. Pero él no quería hacernos reír, él era serio. Cuando llegamos al barrio de Recoleta, tuvimos que decirle por dónde era la calle, ya se estaba yendo directo al cementerio. Oiga don, que para allá no queremos ir, todavía…
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