domingo, 21 de febrero de 2010

Cartas desde el sur...Marcos Paz

Fueron a buscarme y ya tenía todo listo, la maleta, la cámara. Abordé el automóvil de Tizi, Eduardo y Belén y salimos de la ciudad rumbo a Marcos Paz. Yo tenía tanta emoción en el pecho por volver al sitio donde viví de niña, que hablaba hasta por los codos. Llegamos a la casa, el calor de la tarde mantenía nuestras frentes sudorosas y lo primero que hicimos fue darnos un chapuzón en la piscina. En esas estábamos cuando apareció Zulma, una amiga de la familia. Salí de prisa y fui a darle un empapado abrazo. Charlamos de los viejos y nuevos tiempos y luego, con Adriana nos fuimos a recorrer las calles del pueblo y cuando menos me di cuenta estábamos frente a la casa de la infancia. La dueña actual conoce a la familia y me dejó pasar sin problemas. Parada en el centro del jardín, junto a la pequeña alberca en forma de frijol, cerré los ojos y comencé a percibir que subía de mi interior un sentimiento fuerte y explosivo. Fue gradualmente elevándose por mi vientre, por el pecho, por la garganta hasta que comenzaron a resbalar unas lágrimas en mi rostro. No era tristeza, era pura y simple emoción. Cuando cumples un sueño largamente acariciado, se cristalizan todas las felicidades juntas. Seguimos recorriendo el vecindario y en cada esquina iba reconociendo lugares, olores, sombras. Fue un paseo bellísimo. Al volver a casa y luego de la cena, me habían preparado una sorpresa. Un pastel de montañas de dulce de leche cubiertas con chocolate con una velita para festejar mi cumpleaños. Allí ya no lloré pero la emoción me embargaba. La casa estaba llena de niños, de alegría, de cordialidad. Me sentí tan bienvenida. Quedé hechizada por Marcos Paz. Salía en las mañanas a tomar fotografías. Fui a la escuela primaria donde la directora de ese tiempo que era una arpía consumada, se paraba en punta de pie a revisarnos el uniforme. Donde había una raya pintada en el medio del patio para dividir a niños y niñas a la hora del recreo. Donde una vez, cobijada por una bolita de amigos me pasé del otro lado para jugar a las canicas y aunque nos escondimos en un rincón, la sargentona esa nos descubrió y mandaron llamar a mi mamá. Conocí también la plaza, con esos árboles frondosos en forma de mano abierta hacia el cielo, los bares y cafés, las tienditas, el jardín de niños que tenía la salita verde, azul y rosa según la edad y donde representamos una vez la obra de Los Tres Alpinos. La Iglesia que no recordaba, la estación del tren. Y esas calles simétricas llenas de verde y de esplendorosos huertos. Caminaba y buscaba en los rostros de la gente algo de mí, algo de lo que se quedó allí cuando tuvimos que dejar el país forzados por las circunstancias. Sintiendo la brisa fresca de los árboles, de a ratos me detenía en las esquinas y cerraba los ojos, dejando que los olores de ese pueblo me invadieran la memoria. Con el pasar de los días, sentía que brotaban de la nada las piezas de un rompecabezas que faltaban y en una sincronía perfecta, se iban acomodando, dejándome cada vez más una sensación de plenitud. En la casa de mis amigos, las mañanas las recibíamos con mate en el comedor y las tardes con mate y galletitas junto a la piscina, y hablábamos de la vida, de mil y un temas, intercambiando emociones, sensaciones, puntos de vista. Me sentí como una esponja que todo lo absorbía, como una flor abierta que recibe sol y rocío en una especie de fiesta con una mesa puesta exclusivamente para nosotros. También fui a Las Heras, un pueblo vecino, y al Moro, un club donde mi papá trabajaba. Mientras él estaba ocupado dando clases, mis hermanas y yo le ayudábamos al encargado de la caballeriza a darles de comer y limpiar a los animales. El hombre nos permitía montar un rato a Martita, que era la yegua más vieja del lugar. Con Analía y Eduardo nos fuimos en bicicleta a recorrer los túneles de sombras que se forman con los eucaliptos y sauces.
Matías, el hijo de Analía, me prestó su guitarra, así que a veces cantaba sentada en un tronco del jardín Paloma Negra, Amanecí otra vez, Que te vaya bonito…todas de José Alfredo Jiménez.
Acompañada por Luis Alejandro, un apuesto bombero de la localidad, fui a conocer el club de pelota paleta, un lugar de tradición en Marcos Paz. El juego es muy parecido al frontenis de México, nada más que no se usa una raqueta común sino una de madera y la pelota es también más pequeña. En el boliche exterior se reúnen señores y jóvenes a tomar cerveza, a jugar con los naipes al truco que es una tradición en Argentina y a ahuyentar el calor con pláticas de hombres. Un lugar al que van sin sus esposas, sin sus mujeres. Aunque para algunos fue desconcertante ver aparecer a una extranjera en SU boliche, poco a poco se fue dando la plática con ellos, con el cantinero Daniel, con un señor encantador que lucía una boina verde, Lito, de profesión asador y con algunos ex alumnos de mi padre. Disfruté mucho esas conversaciones con la gente. No podía faltar como en toda cantina, el borracho de la tarde, sin embargo, el ambiente se mantuvo dentro de límites súper tolerables. Mi acompañante, que por cierto mide casi dos metros, me cuidó en todo momento. Luego, nos dirigimos a la plaza central y nos sentamos a disfrutar de un cigarisho cuando de repente ¡Cayó un ratón del cielo! Me asusté, grite y brinqué, no es mi animal favorito, y miré alucinada a mi acompañante, preguntando sin palabras cómo pueden llover ratones en Marcos Paz. Atrás de nosotros había una palmera muy alta, hasta allí debió subir y desde allí debió caer ¡Sorprendente! Todavía riendo, caminamos hacia la Casa Tomada, un bar cercano y en el fresco de la calle, le agradecí haberme llevado a la cancha. Bebíamos agua tónica con jugo de lima y Luis Alejandro, que parece ser un tipo bastante imaginativo, un hombre que no se dedica sólo a combatir el fuego, sino que materializa en él todos sus deseos de transformación, luego de escuchar la historia que me había traído a este pueblo, escribió una frase en la bitácora poética que me acompaña en forma de libreta morada: Un espíritu engrandecido por una nueva experiencia, no puede volver nunca a sus antiguas dimensiones. Me acompañó a casa y al despedirnos, pude sentir, como de pasadita, su fragancia. Olfateando muy sutilmente (no me afectó lo del cura Tim, te lo juro, es sólo que en la vida hay que irse con tiento) me llegó el suave aroma del jugo de lima mezclado con un cautivante eco de masculinidad.

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